Rosana Acquaroni, magia y misterio

Entre tantos libros de poesía como aparecen, pocos valen la pena, en España o en cualquier país. Lo que ocurre es que en España el furor de escribir libros de poemas sólo es comparable a la velocidad de su olvido, y en gran medida por culpa de la crítica, muy escasas veces de verdad. Sé que hay buenos críticos, honestos críticos, perpleja minoría que quizá un día desaparezca como esas raras especies víctimas de la creciente estupidez humana.

Desde hace algún tiempo, yo creo (y hablo en términos generales) que la mejor poesía última española la escriben las mujeres. La más fresca, la más variada, la más original. No voy a citar a nadie, que después surgen los problemas. Soy un atento lector, y me confirmo: las mujeres están en vanguardia hoy en nuestra poesía, ya era hora, superadas las condescendencias de perfil patriarcal y los recelos de escalafón. Y entre las mujeres, deseo referirme al libro de una de ellas, El jardín navegable de Rosana Acquaroni.

El nombre de su autora es bonito, demasiado, Rosana Acquaroni. Pero es el suyo. Recuerdo lo que me decía un poeta hace muchos años, cuando yo comenzaba a escribir versos, Adriano del Valle, que su nombre le molestaba, tan lindo, tan romano y deleitable, pero que así se llamaba, lo mismo que así se llamó su padre. Y si hubiera añadido el segundo apellido, tampoco hubiera estorbado, Adriano del Valle y Rossi, otra caricia italiana.

En lo de los nombres, la suerte se reparte mal. Un Rubén Darío, tan adepto de la estética de los significantes, ¿cómo podría tolerar sus reales nombre y apellido, Félix García? Neruda no era el apellido, sino Reyes, y el nombre, Neftalí. Y volviendo a los segundos apellidos, Luis Cernuda Bidón, Juan Ramón Jiménez Mantecón. Rosana Acquaroni es un hermoso nombre y El jardín navegable un hermoso libro, no por el eufónico título: por toda una aproximación a las zonas más misteriosas del espíritu.

Como hablaré dentro de un momento de la diosa Deméter o Ceres o Cabiria, la que dio a los humanos el trigo y los productos de la feracidad de la tierra, vayamos (y perdón por la casualidad polisémica) al grano. En la tercera parte del libro, titulada La caída, surge en el primer poema, “En cada corazón…”, o fragmento si queréis, pues el libro entero constituye un solo poema, el nombre de Cabiria, asociado popularmente a las nocturnas prácticas de magia. En esa atmósfera de ensoñación que permea todo el libro, la poeta recuerda algunas cosas, y añade este recuerdo:

También a ti, Cabiria.
Te llamabas Cabiria y vivías
en la contigüidad de la tristeza.

Es una invocación –dirá la poeta‐ con su finalidad. ¿Para qué?:

Para que cada hombre aguarde una palabra,
una palabra nueva que desnudara horarios
y suceda, vertiginosamente
contra el precipicio gris de los despachos,
la nieve de cartón de los suburbios,
la retransmisión puntual del desencanto,
los alquileres tristes…

O sea, nos hallamos con una inversión del carácter negativo, rutinario, artificial, de la ciudad; una transformación en algo muy distinto. Para ello se escribió este libro precisamente, para transformar, transformarse la poeta y transformarnos a nosotros.

El segundo poema de la misma parte tercera se titula “El sueño de Cabiria”; versos alucinatorios, emblemáticos de la salida desde lo subterráneo hasta la terrible mañana de la ciudad, ciudad de aquelarre como se dice en el texto, gente que va a embrutecerse, caricaturizada espuma de ascensores “que braman cuerpos desmemoriados”. En resumen, “como cada mañana / el camino hacia todo lo aprendido”.

En este poema hay unos versos especialmente significativos que leo:

Cabiria se ha sentado
sobre un pequeño asiento de madera humildísima,
‐su sexo de nenúfar ardía blandamente‐
y centenares de palomas de picos enhebrados
se aproximan allí para mirarla.

No cabe duda. Esta Cabiria sentada tristemente en los límites de lo subterráneo no es la Cabiria fullera de los cuentos malsanos, sino la antiquísima Deméter/Cabiria, la Gran Madre a quien se consagraban las palomas, la tierra o el agua (y el nenúfar es planta acuática), la Gran Madre de los Misterios de Eleusis y Samotracia, el arquetipo supremo de la feminidad; la que buscaba como loca a su hija Cora o Core o Perséfone o Proserpina, que todas son la misma, raptada por Hades, señor de la Otra Vida, mientras cogía flores en compañía de las hijas del Océano.

Ya saben la historia. Deméter decide dejar baldía a la tierra (el poema de Eliot, The Waste Land, La tierra baldía, no es más que otra interpretación del mito), la despoja de frutos y por fin transige y devuelve a la Naturaleza el don de la fecundidad, a cambio de que su hija pueda pasar con ella y con los Dioses de Arriba, al menos las dos terceras partes del año, y el resto con Hades en sus arcanas geografías de la muerte. De septiembre a junio, con su madre; y en el verano, tiempo de esterilidad en Grecia, con su raptor y ya esposo. Todo esto expresa la siembra del trigo a principios del otoño y su pujanza creciente, ansia de elevación hasta la alegría de su recogida, que simbolizaba en los Misterios de Eleusis junto a Atenas nada menos que la resurrección de los seres humanos; doctrina que influirá en los órficos y en el cristianismo. Trigo, pan compartido, eucaristía. La experiencia de aquellos Festivales de Deméter en Eleusis, celebrados en septiembre eran la revelación de lo Otro, y el saber que los no iniciados en tales Misterios de la Diosa no resucitarían; además, los no iniciados representaban la indignidad y la suciedad, comparable a los cerdos que sacrificaban.

El libro de Rosana Acquaroni quiere decir algo y todo quiere decir algo significándolo, por más que una Susan Sontag o un Jacques Derrida lo nieguen, como lo niegan tantos coléricos alabarderos del ejército post‐estructuralista. El Jardín navegable “significa”. Por lo pronto, que la Naturaleza, especialmente el agua y la vegetación (lo inconsciente), supone la salvación por su contacto intuitivo e infantil con la realidad interior. Los iniciados pueden vivir en la ciudad, pero ya desde otra perspectiva, no la de una cotidiana autodemolición como ocurre con casi todo el mundo. Y la búsqueda del espiritual espejo íntimo se identifica con la búsqueda y recuperación de un ser entrañable, indispensable para que la personalidad de la poeta, y la nuestra, renazca en su completa justificación, ya en la superficie luminosa de lo consciente.

La Cabiria, la Deméter / Cabiria sentada de los versos de Rosana Acquaroni que cité antes, se asocia de inmediato a la Deméter o Ceres del mito, sentada en una piedra junto a un pozo con agua, espiando una posible entrada del Más Allá o Más Abajo, a través de la cual recobrar a su hija. Tal imagen sedente de la Diosa fue famosísima, vestida de negro, llorosa, quieta, el origen de la Dolorosa cristiana.

Hay mucha agua en este libro, desde el mismo título, como la había en el libro anterior, Del mar bajo los puentes. Deméter / Cabiria era la esposa de Poseidón o Neptuno, el dios marino, patrón de los marineros, como patronos de los marineros era los cabirios, servidores de la Diosa y su hija Perséfone. Prometeo fue un cabirio. Rosana Acquaroni, punitivamente, llueve aquí sobre la ciudad, sobre el mismo jardín de su infancia, todo se vuelve navegable, agua, mucha agua, y echa su jardín redentor sobre y bajo la ciudad. Inundación, tierra y agua, empapados dominios de la Diosa, y con léxico absorbente en el libro: la calle es una bahía, en la niñez brillaban las “pistolas de agua”, hay “la hora de las piscinas”, “el agua rezuma paraísos”, “era posible el mar cuando tú lo querías”, “sé que debo zarpar”, etc. A Deméter / Cabiria le estaban dedicados los patos, las garzas, las grullas, los cisnes, los pelícanos: aves acuáticas. El pelícano aparece en un poema de El jardín navegable dirigido al padre muerto, donde hay redes y peces, un “mar de preguntas”, y una bandada de pelícanos llevando en “el regazo tibio de sus fauces / todos nuestros restos”. El pelícano es símbolo conocido de trascendencia y resurrección, como también el delfín, consagrado a Deméter / Cabiria, y aparecen delfines en El jardín navegable. En los grabados alquímicos ponían al pelícano en las ramas de un árbol prodigioso, inmenso, que simbolizaba a la mujer que es todas las mujeres. Sí, Rosana Acquaroni llama a las fauces del pelícano regazo.

Me referí hace poco a la figura del padre muerto, y al verano, la estación muerta de Grecia. Verano, calor, llamas, muchas llamas en El jardín navegable como importante fue en los Misterios del fuego. Ya hablé de Prometeo, el cabirio que robó el fuego a los dioses, o sea, el conocimiento, como Adán y Eva el fruto del célebre Árbol. Mucha sed en este libro, y el calor del bosque incendiado de los niños, y el “bautismo del fuego”, y el jardín “sembrado por las llamas”, simbología de la infancia que pasa a conciencia destructora de lo púber, lo adulto y corrupto, todo lo cual exigirá un verso inteligentemente desordenado. Y conciencia del descubrimiento de la miseria de los amores provisionales y las injusticias de la sociedad o suciedad.

En los Festivales de la Diosa se apagaba el fuego durante nueve días, los que se llevó Deméter buscando a su hija. Como nueve días duró el Diluvio Universal, del que se salvaron Deucalión y Pirra en el arca. Lo de los cuarenta días bíblicos es una mala copia, desenfocada a causa de su patriarcalismo, ya que aquellos santos varones no podían ver ni en pintura los nueve días, cifra de tantos mitos significando los nueve meses del embarazo, y la luz final de la resurrección. En las postrimerías de los Festivales de Deméter, la mostración del fuego equivalía a un escandaloso y dichoso éxtasis. No el fuego que destruye, sino el que purifica.

Interesantísimo giro el que da Rosana Acquaroni al mito demetriano o cabirio, sustituyendo la figura de la hija perdida por la del padre muerto y recuperado. La busca del padre no falló. La poeta ha echado a navegar su infancia y a que naveguen por ella, edén de inocencia donde el padre fuera central, y la infancia navega por la ciudad lamentable, allá van árboles, flores, frutas, hasta que se hace el amanecer. Como en los Misterios. ¿Ha quedado lavada, limpia, la ciudad? Ha quedado salvada. El poema final del libro podría engañar, pero no:

De camino, quisiste retrasar la tristeza.

Para entonces
el jardín se extinguía
sobre un rescoldo seco de puñales. (…)
Era
la estación terminal de la niñez.

Pero no, esto es para los no iniciados. Salvada quedó la ciudad gracias a la infancia, salvada para los iniciados, e iniciados podemos ser todos con sólo clavar la mirada más allá de las apariencias cotidianas, vulgares y malignas. La resurrección del padre es cierta, y quien no la vea no es un iniciado. La hija / madre ha resucitado también. Después del silencio de los nueve días, he aquí la nueva palabra, verbo y criatura este libro, la palabra distinta, no la de la tribu, perteneciente a un lenguaje que consiste en la lúgubre sucesión de rutinarias ventosidades pulmonares. El jardín que navegaba, siempre navegará y lo navegarán, no ha acabado la infancia, no acabará nunca, asumida en madurez. Hacia el final del libro se dice en un poema, “Las noches de Cabiria” (título que evoca la película de Fellini), este verso: “Nostalgia de lo invisible”. Antes escribía yo que el libro de Rosana es toda una aproximación a las zonas más misteriosas del espíritu. Aproximación. La poeta ha ido arrancando velos, pero tuvo cuidado en no arrancar el mismo cuerpo por confundirlo con el último velo. Queda en la mirada y en las manos un relámpago, un olor duradero y alegre.

El mito de Deméter, el de Deméter / Cabiria, lo han incorporado a sus versos bastantes poetas. Por ejemplo, sin ir muy lejos, Schiller, Goethe, Tennyson, Shelley, Eliot, Charles Olson, Robert Duncan, Denise Levertov. Entre nosotros, el inmediato recuerdo es Antonio Machado y su poema “Olivo del camino”, que describe la estancia de Deméter en Eleusis como nodriza de Demofón, a quien ponía en el fuego para otorgarle la inmortalidad, y alude a su don de la agricultura:

La madre de la bella Proserpina
trocó en moreno grano,
para el sabroso pan de blanca harina,
aguas de abril y soles de verano.

Machado une a dos diosas en su poema, Deméter y Atenea o Minerva, el pan y el aceite. No altera ningún aspecto del mito, y los mitos no es que permitan, requieren tratamientos de cambio sin aniquilar su autonomía.

Es tiempo de acabar. Acquaroni, agua filial, maternal y filial, en el libro. Y Rosana. En el segundo Himno Homérico, Perséfone está cogiendo rosas en el momento del rapto. Ya sabemos lo de Julieta, lo de Shakespeare, aquello de: “¿Qué es un nombre? Lo que llamamos rosa, olería igual de bien con otra palabra”. Igual de bien, “as sweet”. Rosana escribiría, pues, igual de bien aunque se llamara Torcuata. Sin embargo, hay azares que no son más que justicia, y hay que estar agradecidos…

Una historia remota cuenta que Perséfone descendió al dominio de los muertos por la costa de Cádiz y Huelva, allí donde estaba el Jardín (otro jardín) de las Hespérides, con sus manzanas de oro. Abundan las manzanas en este libro. Los ojos del padre, antes de morir, tenían “sabor a manzanas”. Ya en los mitos más antiguos, las manzanas de oro significan llanamente espigas de trigo, del trigo color de oro identificado con la persona recobrada de Perséfone, con cualquiera otra devuelta a la vida. Me parece que allí, en la costa atlántica y genealógica, es donde debemos respirar la sal que no dejará estropearse a este libro, anunciador de un doble encuentro definitivo por romper felizmente el silencio reunido de los muertos.

Prólogo a la 2ª edición de El jardín navegable, Ediciones Torremozas, Madrid, 2017.