Música y poesía

La publicación de un libro del poeta y crítico Dana Gioia plantea la necesidad que tiene la poesía “oficial” de salir –escribe- de su solitario elitismo e integrarse en la colectividad a través de la música del verso, tan desvalida hoy y tan asumida por la nueva poesía popular de Estados Unidos. Se trata del libro “La tinta invisible. La poesía en el final de la cultura de lo impreso” (Disappearing Ink. Poetry at the End of Print Culture, Graywolf Press, Saint Paul, Minnesota, 2004).

La imprenta –continúa Gioia- ha perdido su dominio en la comunicación. El americano medio gasta cuatro horas al día ante el televisor y tres oyendo la radio. ¿Leer? Ni media hora, y eso incluye todo tipo de lectura, como la publicitaria. La letra impresa se ve además arrinconada por ordenadores, vídeos, casetes, discos compactos, móviles, etc. La tecnología electrónica se muestra insultantemente triunfadora. Si leer es cada vez más raro, leer literatura parece una quimera, y no digamos poesía. Esa es una parte del problema, según Dana Gioia. La otra consiste en la necesidad de acercarse la poesía al ritmo, en concreto al de la poesía oral, y abandonar sus voluntarias catacumbas.

Habrá de hacerlo si quiere sobrevivir. Los poetas deberán buscar una poesía “concisa, inmediata, emotiva, memorable y musical” para recuperar su público. No es el problema encontrarlo, hay que merecerlo “escribiendo bien”. Y escribir bien significa una vuelta al habla métrica despreciada -por “europea”- desde los centros de poder de las modas poéticas dictaminadas en las universidades norteamericanas. La iniciativa de una vuelta a la música del poema se debe al “rap”, la “cowboy poetry” y la “slam poetry”. El “rap” comenzó en Nueva York durante los años setenta y sus raíces afroamericanas ya son  bosque internacional. Ha revalorizado el viejo verso anglosajón con su ritmo acentual, su libertad silábica, sus aliteraciones. La “cowboy poetry”, que no hay que confundir con la “country”, surgió hace cien años y cuajó en la década de los 80, es música de vaqueros del Oeste y no se basa en los pareados del “rap” sino en las tradicionales estrofas (cuartetas) de la balada inglesa. La “slam poetry”, que traduzco como poesía “de golpe” o “de improviso” –también “improvisada”-, la empezó Marc Smith en Chicago el año 1984, representándose en bares, tabernas y en los escenarios más insospechados; un  público escandaloso da o no su aprobación a los poetas y un jurado otorga premios a los que más gustan. El fundador de esta clase de poesía publicó recientemente un libro, Slam Poetry (Alpha Books, Nueva York, 2004), en el que se comprueba la progresiva difusión de un espectáculo mezcla de trovadorismo, juglarismo y carnavalismo.

Y ahora me gustaría referirme a España. En nuestro país, las universidades no tienen el agobiante papel directivo de las americanas en relación con la poesía. Hay poetas y críticos profesores de universidad e instituto, siempre los hubo. ¿Se aplica a los críticos la opinión de Dana Gioia de que la mayoría de ellos evita, al comentar los libros en la prensa, afirmaciones negativas o escépticas? La crítica ¿es “invisible, incomprensible, inaccesible e insincera”? Echar a los críticos la culpa de la mínima atención a la poesía en España sería injusto, aunque carguen con su responsabilidad; a un crítico de poesía se le pide, ya mismo, no sólo ser claro y honesto, se le pide no escribir por obligación y rutina, y se le presume un triple conocimiento: de la poesía española, de la extranjera, y de las configuraciones rítimicas del lenguaje poético, porque si no, ¿cómo diferenciar el poema de la prosa?

Cuando en un país como España el noventa por ciento de la literatura que se lee es novela y la poesía queda reducida si acaso a un cinco por ciento, mal andamos. Los poetas, desde luego, han de aceptar su responsabilidad. Jorge Manrique, Fray Luis de León, San Juan de la Cruz, Quevedo, Góngora, Arguijo, Rioja, los Argensola, Pedro Espinosa, Lope de Vega, Espronceda, Bécquer, Rosalía, los Machado, Juan Ramón,  Lorca, Alberti, Aleixandre, Prados,  Cernuda, Guillén, Rosales, Miguel Hernández, etc., han escrito versos “memorables”, memorables por lo que dicen y –esto se olvida- por cómo lo dicen. ¿Saben muchos españoles de memoria los versos de los poetas actuales?

Hay que recobrar la gracia rítmica del poema, su música libre, si es libre el poeta. El ritmo puede manifestarse en sílabas, acentos, aliteraciones, anáforas, paralelismos, pausas, rimas, en la inteligente transgresión de la sintaxis, en las afinidades semánticas, en el encabalgamiento (qué neutro y soso hoy), ¡en tantas cosas! Los poetas deben regresar a la música, al ritmo del poema, esa “ordenación del movimiento” de que hablaba San Agustín. En caso contrario, dejen su sitio a los nuevos poetas de la subversión anticanon y antiaburrimiento, salidos de talleres poéticos o de otras agrupaciones vocacionales, porque publicar se va a convertir en un anacronismo. Decía F.Schlegel que publicar es, respecto a pensar, lo que la sala de maternidad al primer beso. Cuidado, o no habrá salas de maternidad para dar a luz a las musicales criaturas de la imaginación. No habrá casa editorial que publique versos.

Según Dana Gioia, no se ha perdido la esperanza. Bastantes poetas oficiales o académicos (terrible calificación) leen ahora más sus versos en público, descubren la eficacia audiovisual, conocen la poesía “rap” y otras de la “spoken word”, la palabra hablada, entienden el valor y el protagonismo del ritmo. Combinando la poesía oral y la escrita, que no tiene por qué desaparecer –yo nunca dejo de ver al poeta como demiurgo ante su hoja en blanco-, se atraerá a un público ni inculto ni forzosamente especializado. De ello se trata, de que los poetas sean leídos más, mucho más que ese  cinco por ciento que en España componen casi por entero los mismos poetas.

Blanco y Negro Cultural, Madrid, 24 enero 2005.