Literatura

El solitario engendra laberintos.

Por eso hay
quienes inventan, oh, una amada,
dialogan
con un capricho de color traslúcido,
cantan
a una teoría, pasean
del brazo de un deseo
por calles donde cruzan presencias tentadoras,
desperdiciadas en su magia: son.

Quizá la edad, cobarde, no se atreva
a la acción del amor
y edifique una palma de aventuras
que mueven brisas legendarias:
nadie la ve ni toca.
La historia de ese amor se orienta a sus cenizas.

Y nace así un encuentro
fortuito, un conocer
iluminado,
también prefiero a Mondrian,
manos que se aproximan y se insertan,
mañana aquí a las siete, música
bailada en la ocasión con sombra,
es difícil no amarte en este parque,
ausencias,
celos de asedio simultáneo,
sin ti se me desvae el mundo,
júbilos, ritos, adivinaciones:
si el presente es posible,
más posible el futuro.

Felices el minuto dilapidan
habitando su pálido palacio
o su locura en las riberas frías
con flores de amarilla presunción,
amantes de una idea vagabunda
que al final los devora en su vacío.

¿Cómo inventar una mujer? ¿Con qué palabras
imaginar tu nombre sin tu cuerpo,
la evidencia armoniosa de tus labios?
Aunque pidiera humildemente
favor a las palabras,
me negarían la ficción, dolidas
de su inútil empleo, como alas sin aire,
flechas sin blanco, anunciación sin coro.

Que inventen ellos, digo,
mientras despacio
acoplas la riqueza de tu cuerpo
al mío, y los pronombres
(qué alegría más baja)
no existen porque amar es confundirnos
con el rojo latido de la tierra, entrar
en la materia universal y olvidados vivir
en el origen de una gracia eterna.