La hora de comer

Los datos publicados recientemente por dos Sociedades, la de Nutrición Básica y Aplicada, y la de Dietética y Ciencias de la Alimentación, indican que los españoles comen fatal. Sólo el cuatro por ciento comen lo que deben comer, frutas, verduras en ensalada, leche, yogur, queso, arroz, huevos. Y alabados sean y redimidos el pan y las pastas.

Todo eso está muy bien. Pero además se recomienda que las comidas duren más tiempo; la tercera parte de los españoles tarda sólo un cuarto de hora. Y la cuarta parte no desayuna, o sólo el “café bebido”, como se dice popularmente. La verdad, no conozco más café que el bebido. Menuda redundancia.

Siempre en España se hizo del comer un arte. Y se ha comido siempre tarde, tarde para el hábito de otros países. El almuerzo, en España,  cierra y conmemora la primera mitad del día, y la cena cierra la jornada entera. Nunca en nuestro país el desayuno fue importante. ¿Por qué razón? Porque abre el día. ¿De qué hablar con la familia en el desayuno, si es que se coincide con alguien de la familia? ¿De una pesadilla sufrida durante la alta madrugada con Sara Montiel como protagonista, o de la insistencia plañidera de las motos despertando a todo el barrio?

Las dos comidas fuertes del día tienen calidad de resúmenes, se pasa revista a lo sucedido en horas anteriores, se opina, se discute. También se pone la televisión, que es una forma de resumir públicamente lo ocurrido, aunque se trate de las chorradas y churradas de Dinio el cubano. Uno come y se convierte en juez y parte. Hermosa alianza, comer y hablar, donde la boca es todo el cuerpo y toda el alma. Me parece que las últimas elecciones han servido para fortalecer la presencia familiar y la actitud dialógica ante los televisores. Me refiero a las elecciones municipales y autonómicas, no a las practicadas en la Isla de los Famosos, aunque tal vez se ganaría tiempo y ahorraría tensión si los políticos emigraran a una isla y  fueran nominándose unos a otros. Por ejemplo, el año que viene Rodríguez Zapatero y el sucesor de Aznar podrían dirimir las elecciones generales de manera espectacular.

En Estados Unidos el almuerzo (que varía entre once y una) y la cena (entre cinco y ocho) resultan meras interrupciones de otras actividades, en primer lugar la laboral. Y después de la cena queda todavía mucho tiempo antes de irse a dormir. La cena no cierra el día, lo deja aleteando, agonizando como un pájaro herido. Un pájaro solitario.

¿Se van acercando los españoles a los hábitos americanos? Allí comen igual que si pecaran, a escondidas, en el ascensor, en el coche, en los servicios, en un banco de la calle, sin tiempo para la comida ni por supuesto para la conversación. Decía Gil Vicente que en la conversación se halla la raíz de todo mal; no lo creo. Conversar es saludable, recorta ásperas esquinas mentales, no obliga a mirarnos al espejo como únicos. Entre los americanos el desayuno suele ser abundante, exactamente lo que recomiendan las dos Sociedades citadas al principio. Me temo que los españoles no pasarán por ese aro, pues el desayuno nunca fue aquí refinamiento, nunca motivo ritual de opiniones. El desayuno español no es sino una pintada veloz en las paredes de los intestinos.

Ya lo saben. Si quieren evitar cáncer, diabetes o complicaciones cardiovasculares, aliméntense bien, sanamente y sin prisas. Y beban agua, mucha agua. La frecuencia del agua, sin embargo, significa la frecuencia del pis. ¿Podrán beber así durante las horas de trabajo? ¿No pensarán los jefes que se drogan cada media hora? Y hagan ejercicio en la oficina. Alzándose de puntillas como los seises, acumulando reverencias a los jefes, pedaleando sobre aire en su asiento de tortura o arrojando papeles al suelo para recogerlos veloces.

Un viejo amigo mío –viejo amigo y amigo viejo- acaba de venir de una Clínica famosa europea. El dolor de las piernas le era intolerable, y encontraron la razón: sus caderas estaban más gastadas que los euros que le cobraron. Entre otras recomendaciones médicas figura la esencial de una dieta rigurosa, de placeres escasamente opcionales, a ver si puede evitar la temida operación: necesita  echar fuera veinticinco kilos por lo menos. Mi amigo debe tomar alimentos que le parecen repugnantes, como el yogur, que odia con pasión juvenil, casi tanto como odia el tráfico de Madrid o la sintaxis de ciertos novelistas.  Hasta la palabra “yogur” le suena a “yugo”. Es muy imaginativo y se ha empeñado en pensar que paladeará chorizo cada vez que se condene a yogur, y serán infinitas veces las que trague yogur. Mi amigo es bastante viejo y hará todo lo posible para llegar a la primavera del año 2004; hará desesperado lo que sea para no morirse – igual que muchos otros viejos- en pleno corazón del invierno. (Como si el invierno tuviera corazón…).

Diario de Sevilla, 4 junio 2003.