Años 60 (Selección)

A MADRID

Sevilla, después de nosotros, cambió en lo cultural, aunque ¡cuánto por conquistar! La labor de proseguir el adelantamiento le correspondía ahora a los sevillanos.Y por otra parte, en Madrid era en donde disponían los ecos que se escuchaban en toda España. Creo que pocas veces en la historia de España ha sido Madrid un centro tan irradiante como en la época de la posguerra. Es un hecho, desde luego, esterilizador en muchos aspectos. Y yo tenía otro motivo, motivo importante para mí: una novia.

Literariamente, yo llevaba escaso cargamento a Madrid. Algunas colaboraciones en revistas casi exclusivamente poéticas, y un libro de versos, primer real libro de versos (y no La carne antigua), titulado Mínimas del ciprés y los labios, publicado en mil novecientos cincuenta y ocho en Arcos de la Frontera en la colección Alcaraván, editada por los hermanos Antonio y Carlos Murciano, entusiastas compañeros de aquella época andaluza. En Mínimas del ciprés y los labios ya soy personal, a pesar de algunos versos ingenuos. Publicar en mil novecientos cincuenta y ocho un libro de poemas con temas como el amor o la muerte equivalía a escribir aparte. Desterrado. El libro fue bien recibido; no mandé muchos a la crítica. En el molino de aceite de Sanlúcar encontré años después, amontonados, ejemplares en sus sobres dirigidos a personas, personajes y personajillos de España y del extranjero; entre los personajes, Luis Cernuda.

En Madrid viví en una pensión de la Gran Vía, en el número treinta y tres. La encargada, Delia, era joven, guapa … y honesta. Entre los otros fijos que allí vivían estaban el onubense Celedonio Ferrero Vallejo, elegante y gustador de la buena vida, y Eduardo Luca de Tena. La pensión se encontraba muy cerca de la plaza del Callao, y cerca de ella vivían otros poetas: Mariano Roldán en la calle Salud (allí vivió también Rosalía de Castro), Juan José Cuadros en la calle Ballesta, llena de lugares no santos, y Concha Lagos en la misma Gran Vía, un poco más abajo de la cafetería Manila, ya desaparecida. Su estudio fotográfico estaba próximo a mi pensión, en el número treinta y uno. De estos poetas hablaré más adelante.

Dormir en la pensión venía a salir por mil pesetas al mes. El lavado de ropa costaba cien pesetas mensuales. Las dos comidas, poco más de mil pesetas. En la pensión se cometían muchas barrabasadas. Cuando aparecían extranjeras, los menos cohibidos intentaban conducirlas al huerto. Alguien hizo un agujero en la pared de un cuarto vecino al habitual de forasteros e invitaba a los amigos; en una ocasión admiré a tres francesas tumbadas en sus camas completamente desnudas.

Delia tenía una hermana, Anita, menos guapa y menos dotada físicamente, que no ponía reparo en enseñar sus pechos al preguntársele si existían. Se despechugaba con menos malicia que Santa Teresita del Niño Jesús.

A Madrid me había llevado Joaquín Ruiz-Giménez, entonces catedrático en Salamanca. Me dijo que me fuera a Salamanca, pero a mí se me caía Salamanca de triste; vivir en Sevilla me había acostumbrado mal. Esperé a que Ruiz-Giménez tuviera su cátedra en Madrid; a la sombra protectora, mientras, del catedrático Mariano Puigdollers. En Madrid me incorporé al Instituto Nacional de Estudios Jurídicos y al Instituto Cervantes, ambos del Consejo de Investigaciones Científicas. El director de la Sección de Filosofía del Derecho era en mil novecientos cincuenta y nueve Enrique Gómez Arboleya, que perteneció al grupo Gallo de Granada. Me contó anécdotas muy

interesantes de Federico García Lorca. Sánchez Arboleya se suicidaría con una viejísima pistola de su padre.

Dirigía el Instituto Cervantes, que publicaba la Revista de Literatura, el catedrático Rafael de Balbín. Becqueriano feroz, me acuerdo de una conferencia que dio en el Ateneo sobre el gran poeta sevillano, una conferencia tan pesada, que me dormí. Me despertaron mis propios ronquidos. Balbín me miraba, me crucificaba sin piedad. Balbín solía comportarse muy ceremonioso, muy educado. Como poeta no valía nada. Como crítico, así así. Tenía varios cargos a la vez. Yo lo visitaba –era el director- en la Dirección General de Asuntos Eclesiásticos. Me parece que los asuntos más comunes consistían en pleitos matrimoniales, a juzgar por las enjoyadas señoras cejijuntas que hacían antesala.

Francisco Elías de Tejada le dio una vez un bromazo verdaderamente desagradable.

Le entregó a una puta una tarjeta de visita de Balbín y le dijo que fuera a verlo. A la Dirección General. La escena debió de haber sido para recogerla en película.

En marzo de mil novecientos sesenta leí mis versos en el Ateneo de Madrid por primera vez. Me presentó José Hierro. Colaboré en revistas y periódicos. Realicé crítica, sobre todo en Ágora, la revista que dirigía Concha Lagos.

Viví en la pensión de la Gran Vía tres años, excepto un breve tiempo en el Colegio Mayor César Carlos. Ruiz-Giménez me buscó una beca y trasladé mis huesos allí. No me costaba dinero, pero no podía aguantar lo que veía. Llevé poetas a leer sus

versos: que tuvieran idea de lo nuevo. Cuando una noche llegué un poco tarde a la cena, no me pusieron de comer. La vida de colegio ya me apestaba de puro vieja, conocida, así que se acabó el César Carlos. Me alegré, además, porque entre vivir en el centro de Madrid o en el quintísimo pino de la Ciudad Universitaria, ni dudarlo. O vivía mi libertad o vivía entre opositores de lento estómago.

FRANCO, FRANCO, FRANCO

Franco protagonizaba muchas conversaciones (y muchos silencios) en España entera, pero en la capital más; tocaba cerca. Los madrileños son tan locuaces y exagerados como dicen de los andaluces. Tan inventivos. Sobre Franco corrían historias o bulos de todas clases.

Que desde el yate Azor había pescado una ballena.

Que cazando no era peor, y en un solo día mató cincuenta ciervos. Que no hacía el amor con su mujer.

Que trabajaba hasta las cinco de la madrugada, por el bien de España. Quizá estos desvelos influyeran en el parco y aparcado débito matrimonial.

Que se enamoró de la Perona, Eva Duarte, cuando fue a España en mil novecientos cuarenta y siete.

Que salvó de la muerte, por intercesión ante Hitler, a un millón de judíos. (El apellido Franco es ciertamente judío).

Que no sólo había escrito el argumento de la película Raza (1942) bajo el seudónimo “Jaime de Andrade”, sino el de otras películas, como ¿Dónde vas, Alfonso XIII? (1958) o El ruiseñor de las cumbres (1961). El que los guiones de estas películas

los firmaran, respectivamente, Gabriel Peña y Jaime García-Herranz –correspondían a seres reales, no pseudónimos-, no le importaba al pueblo. Y este nombre, Jaime, se repetía en dos de las tres películas.

Que en los Consejos de Ministros no dejaba ni fumar ni beber alcohol ni ir a mear ni toser.

Que (volviendo a Hitler), durante la famosa entrevista de Hendaya en mil novecientos cuarenta, Franco riñó al Führer y le regaló los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola.

Que (volviendo a la caza) una escopeta le explotó al disparar y se quedó sin el testículo derecho. Vaya por Dios, esa supervivencia de una cosa izquierda.

Que leía a Rubén Darío, a Rosalía de Castro y a José María Pemán.

Que Santa Teresa se le aparecía frecuentemente para darle consejos de buen gobierno. Sabido era que el Papa autorizó que le cortaran un brazo al cadáver de la santa y que el Caudillo lo mantuviera cerca, en un relicario, sobre la mesa de su despacho.

Que no sólo Santa Teresa, también la Virgen del Pilar se le aparecía, con su pilar y todo. Eso me lo dijo a mí un taxista madrileño, tan convencido. Yo le contesté que no, que estaba equivocado, la Virgen no se le había aparecido a Franco. El taxista me miró con mala fe. Y yo:

-No, la Virgen del Pilar no se le apareció a Franco. Fue el Caudillo quien se apareció a la Virgen del Pilar.

Me echó del taxi.

Los bulos sobre un Franco dado a faldas debían de ser inventos de sus seguidores para prestigiarlo ante el pueblo. Pero eran bulos destinados a un fracaso temprano.

Franco, en esto, se separaba de otros dictadores: Mussolini, Hitler, Perón o Trujillo. De este, Trujillo, me contó un día Luis Recaséns Siches, que escogía muchachitas en galas oficiales para que se las mandaran a la cama. Bien lo sabía él, Recaséns, porque llegaban sin parar reclamaciones de las familias afectadas a las Naciones Unidas, donde Recaséns ocupaba un cargo en la Comisión de Derechos Humanos.

Franco no era Trujillo. Aquello de su enamoramiento de la Perona voló como las serpentinas de colores que en Carnaval arrojan desde los balcones. Serpentinas alegres sobre la imagen del general Franco, un Franco disfrazado de tunantón simpático de la Comedia del Arte.

MARIANO ROLDÁN

Lo había conocido personalmente en Córdoba, a finales de los años cincuenta.

Proyectaba, convencía. Creó la revista Alfoz y servía de enlace entre los poetas andaluces de mi promoción. En Córdoba, durante la época anterior a la guerra, no salieron poetas de importancia; después vino el grupo Cántico, que editó la revista del mismo nombre. El alma de la revista era Ricardo Molina, sabio y misterioso. Con él, Pablo García Baena, Julio Aumente, Juan Bernier, Mario López. El grupo Cántico ha sido revalorizado, y es justo. Lo que no sirve es querer ahora -por algunos críticos- hacer pensar que siempre fueron reconocidos. Ellos iban por otro lado, el de una poesía estética y andaluza (cordobesa) muy poco parecida a la social de los años cuarenta.

De Córdoba eran también Leopoldo de Luis, Concha Lagos y Manuel Álvarez Ortega. Vivían en Madrid. Leopoldo, profundo poeta y crítico, me animó desde mis versos iniciales.

A Mariano Roldán lo reencontré un día en el metro de Callao, y ya fuimos amigos permanentes. Me unían a él varias cosas: los dos habíamos estudiado la carrera de Derecho, y nos gustaban los buenos vinos, las buenas mujeres y los buenos poemas.

Me explicaré. Los dos entendíamos de vinos, lo cual tenía su importancia en un Madrid donde con tanta frecuencia daban gato por liebre en bares y tabernas. A los dos nos gustaban las mujeres, frente a bastantes amigos que preferían los hombres. Y cuando estaba de moda atacar los versos de calidad y elogiar los versos prosaicos, nosotros no cedíamos en nuestro entusiasmo ante el poema como obra de arte. Lo primero, obra de arte. Después, lo demás.

Mariano Roldán no quería nada con la carrera de Derecho. Estudió periodismo y entró en Televisión, entonces en el Paseo de la Habana.

Percibíamos Mariano y yo el recelo con que se veía a la poesía andaluza. ¿Por qué? Era como si algunos no andaluces, tras el abrumador dominio sureño a lo largo del siglo, respiraran de alivio gracias a la muerte o la ausencia de Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, Luis Cernuda, Rafael Alberti, Emilio Prados, etc. Se llegaron a escribir desatinos. O ingenuidades. Recuerdo que José García Nieto escribió que la poesía española había pasado del Sur al Norte. Y yo meditaba: Dios santo, ¿cómo habrá pasado, en coche, autobús, avión, a la pata coja? Y García Nieto era persona nada extrema.

En el acto al que me referí antes, el de mi intervención primera en el Ateneo de Madrid en marzo del año sesenta, José Hierro habló, al presentarme, de lo andaluz, quizá no entendiera yo bien, pero me daba la sensación de que aludía a bonitos estupores heráldicos con rima. Tras mi intervención hubo preguntas, y se calentó el ambiente. Me acuerdo de cómo Eladio Cabañero dijo cosas que yo no podía aceptar.

En Madrid, Mariano y yo comprendimos que debíamos dar a conocer la poesía andaluza. Más: Andalucía. Había que luchar por Andalucía, que no contaba ni en lo político siquiera; el Régimen no parecía cerciorarse de su existencia. Pobre tierra nuestra, con más de la quinta parte de la población analfabeta y con un paro tan devastador que se buscaban la vida yéndose a trabajar a Barcelona o Bilbao y más lejos, a Francia, Inglaterra, Alemania, para limpiar los retretes que los nativos no querían limpiar. Para borrar mierda no española.

Tuvimos reuniones con otros poetas andaluces de nuestra promoción, algunos de los cuales vivían en Madrid y otros llegaban de paso. Con Manuel Alcántara, los hermanos Murciano, Luis Jiménez Martos, Fernando Quiñones, Concha Lagos, José Luis Tejada, Julia Uceda… Desde la Tertulia Hispanoamericana del Instituto de Cultura Hispánica, Rafael Montesinos expresaba su andalucismo programando a bastantes poetas andaluces. Y llegaban de vez en cuando a Madrid poetas no andaluces que también querían acabar con los versos sin vuelo del alrededor. Entre ellos, el catalán Enrique Badosa, amigo de verdad, poeta de verdad y editor de verdad: la colección Selecciones de Poesía Española de Plaza y Janés, que él ha dirigido muchos años, permanece como una referencia necesaria, acaso la primera, para conocer nuestra lírica del siglo veinte.

Horas y horas, Mariano y yo, de charla sobre poesía y de paladeados vasos de vino.

De presente. De porvenir. Para más suerte, nuestras novias, Ana y Nieves, congeniaron inmediatamente y aguantaban sin una mala cara nuestras manías. Mariano y yo nos sentíamos hermanos de sangre, sangre de ese río Guadalquivir que atraviesa Córdoba y Sevilla.

(El 5 de abril de 2019, año en que esto escribo, ardió el piso madrileño de Mariano, quien no se pudo salvar, tampoco su hijo Miguel. El otro hijo, Adolfo, sobrevivió a las graves quemaduras. Nos llamó a Nieves y a mí para decir que vive gracias a los esfuerzos de su padre. ¡Salud, Mariano! Te habrán recibido en la patria eterna con la música de los más altos héroes: morir por salvar a un hijo).

EN ROMA

Vengo a Roma a investigar algunas cosas sobre la obra de Giacomo Leopardi, tema de mi tesis doctoral, pensando en un posible libro sobre el poeta. El gobierno italiano me paga los gastos de viaje y estancia. Me alojo en la Forestería del Foro Itálico, en Viale delle Olimpiadi, 61. La directora es la esposa de Gaetano Forestá, amigo mío en España. A la izquierda, el Monte Mario y sus cipreses, a la derecha el Tíber por la Vía Flaminia.

Roma se ha preparado mucho para los Juegos Olímpicos de este verano de mil novecientos sesenta. Vivo dentro del recinto olímpico y veo la inauguración.

Paseos por Roma. Inolvidable, un jardín pequeño junto a la Piazza del Popolo.

Comercios graciosos y baratos. Muchachas guapas. Veladores, aire de vida y de color. La Vía Véneto, que recorro varias veces. Prostitutas muy jóvenes, muñecas con ojeras de azul exagerado (es la moda) y escotes, escotes hasta el ombligo. Homosexuales, inglesas feas, atletas, camareros, muslos. Carne, dinero.

Trabajo muchas horas en la Biblioteca Alessandrina. ¡Tanto hay sobre Leopardi!

Y más paseos. La basílica de San Pedro, gran decepción; su colosalismo me deja indiferente. Me disgusta el monumento a Víctor Manuel II, un exhibicionismo que atosiga. En cambio, al lado de la Piazza Venezia, la basílica de San Marcos: una reja separa la plazoleta de la entrada de la iglesia. La oscuridad, el silencio, las puertas cerradas, la hora serena, todo me puso el espíritu como un aceite nuevo.

No existe vigilancia para las parejas de amantes. Se puede besar, se puede fornicar.

Qué delicia, estos cuerpos sin sobresaltos en su faena; qué diferencia con España, la policía alerta, la moral imbécil, la propina que se espera a cambio de no ir a la comisaría.

Compro libros. Me leo casi de un tirón las poesías completas de Salvatore Quasimodo. Estos poetas contemporáneos ¿quién los lee en España? Me han abierto el horizonte, y con ellos otros extranjeros que no podría comprar en mi patria. Me ocurría lo mismo en los viajes a Marruecos. Sí, horizonte muy abierto, muy por encima de lo que se escribe ahora en mi tierra.

Los museos vaticanos ¿cuántas veces? En el Pío-Clementino, la Afrodita de Cnido, la más hermosa Afrodita del helenismo. En el patio de Belvedere, el Laocoonte y su lucha metafísica, con dolor de milenios en la cara. La Biblioteca Vaticana. En la Sala Sixtina, el Canzoniere de Petrarca. Le pedí al jesuita que cuidaba aquello que me lo dejara tener en las manos, y lo hizo. ¡Qué impresión tocar las páginas donde él mismo había escrito los versos!

La única película que vi en Roma fue La dolce vita. Cruel, cadavérica. En España, la mutilarán. Esposas putas, desnudeces al alimón, homosexuales que alardean del esfínter, milagros para bobos, ruido, mucho ruido, y dos mundos que no se entienden, el de la sencillez, representado por una adolescente, y el de la lujuria, sin atractivo a fuerza de normalizarse, incluso para las aristocráticas putas romanas. En la película, Anita Eckberg, exacta, con simplicidad que es como un brote de esperanza en el escenario puteril. ¡Esa mirada suya cuando sube los peldaños de la cúpula de San Pedro, esa mirada hacia fuera, hacia el sol, hacia la vida que ella nunca ya podrá aprehender!

Al terminar la película, me encontré en la Piazza del Risorgimento sin taxis ni autobuses. Eran las dos de la madrugada. Viento frío. Un hombre del pueblo se ofreció a llevarme a casa en su moto. No quiso admitir ningún dinero; mejor fue él que yo, pues lo que hizo yo no lo hubiera hecho jamás. Después de la alta y podrida sociedad de La dolce vita, un hombre de la masa me devolvía a mi costumbre.

Antes de irme de Roma visité a Giorgio Del Vecchio. Autoridad universal en los estudios de Filosofía del Derecho, y tanto Ruiz-Giménez como Elías de Tejada me habían recomendado que no dejara de visitarlo. Ojos italianamente unamunianos, algo pícaros, de vejete móvil como el fuego. Cabello blanco, cuerpo encorvado, con el pantalón abrochado en el pescuezo, o casi. Me dijo (trágame, tierra) que yo era un estupendo poeta, etc., si llega a ser mujer me enamoro. Habló de muchas cosas. No me dejó meter baza, hasta que en un momento de respiratoria detención, me aproveché. Como si nada.

Charló sobre D´Annunzio, su amigo, de la sed de gozar y permanecer “en medio de la gloria”. Tenía en su despacho una gran foto de D´Annunzio dedicada; el poeta vestía uniforme militar. Charló sobre España. Andalucía le encantaba: Granada, Córdoba, Sevilla. Me dedicó un libro suyo de poemas. Poemas ñoños, anticuados. Y unas publicaciones en prosa, de las que leí en seguida una donde se refería a algo que Niceto Alcalá Zamora escribió sobre él. Alcalá Zamora, desde luego, lo respetaba mucho. Le sudaba a Del Vecchio cierta vanidad senil, y la muerte lo iba a reclamar pronto. A Elías de Tejada lo tachó de medievalista, quería decir de alma medieval. Se despidió unas cuantas veces de mí. Me acompañó a la puerta y sus últimas palabras fueron: ¡Viva España!

Plazas de Roma. Jardines de Roma. El Foro de Trajano con la columna del emperador sevillano y dentro, en urna de oro, sus cenizas. El Foro de Augusto y la Logia de los Caballeros de Rodas. El Foro de Nerva. Foros, foros. El templo de Venus entre laureles, cipreses y columnas. El Coliseo. La Fuente de Trevi. Las Termas de Diocleciano. El antipático San Pedro, menos antipático cuando ya me marchaba de Roma. El Castillo de Sant´Angelo, más antipático todavía: ¡manes de Cola de Rienzo, de Cagliostro, del gran Bruno, un día prisioneros del Castillo!

Ruinas, vida, lujo. Y sobre todo y todos, el pueblo que suda, que gana su pan, que canta en los autobuses y en las calles. ¿Dónde estuvieron más juntas la vida y la muerte?

En Roma escribí poemas. Incluiría algunos en mis libros Tiempo del hombre y La lámpara común, y algunos críticos se extrañaron. ¿Por qué hablar de otros países teniendo España tan a la mano? Ángel Valbuena Prat, en su Historia de la literatura española, me afeó el atrevimiento. ¡Pobre Valbuena Prat, tan engolfado en su eterno Calderón de la Barca! Sé que lo mío resultaba inusual en la poesía de la época. Después, durante la segunda mitad de la década de los sesenta y durante los setenta, el escribir poemas con escenario extranjero no sorprendió a nadie.

PENAS DEL ANDALUZ LUIS DE GÓNGORA

En mil novecientos sesenta y uno se celebró el centenario del nacimiento de Góngora. El poeta había sido un maldito, postergado del canon literario durante el siglo diecinueve y buena parte del veinte. Lo cual dice mucho en cuanto a la menesterosa sensibilidad de los responsables de la cultura española. Rubén Darío sí admiró

a Góngora y le dedicó versos. Los simbolistas franceses de fin de siglo lo citaban cariñosamente como uno de los suyos: creador de belleza y sugerencias; musical y hermético.

La llamada Generación del 27 –es conocido- rescató a Góngora. Entusiasmo, ahora, por el poeta. Sobre todo por el gusto de la metáfora original y el intercambio de las funciones sensoriales. Dámaso Alonso apagaría más tarde su entusiasmo, y no había además mucho gongorismo en Salinas, Guillén, Cernuda o Aleixandre (a pesar de los poemas a Góngora de estos dos). Góngora coincide con los movimientos de vanguardia.

Góngora estaría presente después en la obra de Miguel Hernández. Acabada la guerra, Góngora desaparece del ambiente literario español. Cuando yo me marcho a Madrid a principios de mil novecientos sesenta, el nombre de Góngora es anatema.

No para nosotros los andaluces. Pero la poesía social y prosaica estaba de moda en España y el centenario de Góngora llegó en mal momento; el gran poeta cordobés debió haber nacido en año más afortunado para futuras conmemoraciones. Sin embargo, Góngora significaba un poeta del canon mundial, y había que celebrar su centenario.

Durante la primavera del año sesenta y uno, el Ateneo de Madrid se dedicó a ello; en junio tuvo lugar la clausura, con la intervención de un puñado de poetas: Leopoldo de Luis, Ramón de Garciasol, José García Nieto, José Hierro, Rafael Montesinos, Rafael Morales, y por los más jóvenes, Mariano Roldán y yo. Presidió Vicente Aleixandre y acudió mucha gente. Hubo algún roce. Todos teníamos que leer públicamente nuestro poema preferido de Góngora. Mariano Roldán seleccionó la letrilla que empieza: “Dexadme llorar / orillas del mar”. También Leopoldo de Luis. Roldán adujo su condición de cordobés de nacimiento y de años residentes en Córdoba. De Luis era de Córdoba pero no vivió mucho en ella. Total, Roldán dijo que leyera la letrilla el que de los dos probara saberla de memoria, y eso, momentos antes del acto. Aleixandre presidía y Aleixandre dictaminó: que Leopoldo de Luis leyera el poema. Mariano, cabreado, aceptó.

La revista La Estafeta Literaria organizó una encuesta sobre Góngora.

Contestaciones de Dámaso Alonso, Gerardo Diego, Vicente Aleixandre, José Hierro, etc. Este me sorprendió, opinaba que Góngora no era del gusto de nuestro tiempo, cada época escoge su manjar y su bebida, y mejor que el “champán Góngora”, el “espeso vino Quevedo” para las “sardinas asadas” de entonces. Le contesté con un artículo en el ABC.

¿Cómo íbamos a aceptar todos los poetas que nuestra época, nuestra literatura representaba únicamente a las sardinas asadas? Además, en Góngora había el poeta de alimentos y bebidas populares, como en Quevedo el champán pasado por Góngora. No podíamos quitarle su exigencia estética a la poesía. Mi amigo Pepe Hierro me contestó en La Estafeta, y la cosa quedó en paz y sin acuerdo.

Otra encuesta la llevó a cabo la revista Ínsula: ¿Era Góngora un poeta válido para nuestra época? Poetas encuestados, Vicente Aleixandre, Gerardo Diego, Gabriel Celaya, Ramón de Garciasol, Carlos Bousoño, Ángel Crespo, Luis Felipe Vivanco y yo mismo.

Diego, muy a favor de Góngora y su vigencia. Bousoño afirmaba que a Góngora “le contemplamos con admirativo desamor” y que a su obra le falta “algo de hondura moral”. Pobre don Luis, que no fue poeta moral, sólo gran poeta. Según Gabriel Celaya, a Góngora se le debía dejar descansar, añadiendo que el centenario de este año se celebraba con “evidente signo reaccionario”. ¡Qué tontería! Resulta que festejar la belleza es reaccionario. Ángel Crespo dice que “las preocupaciones de don Luis tienen muy poco que ver con los problemas que nos mueven a escribir en la actualidad”, pero reconoce que es “una cima”, y su obra nada menos que “la síntesis, el compendio de las experiencias líricas del Siglo de Oro”. Garciasol siente “lástima” por Góngora.

Cuando Mariano Roldán y yo fundamos en Madrid la Orden de la Meada, proclamamos a Góngora uno de nuestros Grandes Maestros. Pero esto de la Orden de la Meada requiere explicación aparte

CARA  DE CALLEJERO

 Aunque siempre he tenido la desgracia de que la gente me pare y pregunte por alguna calle, nunca me ocurrió tanto como cuando vivía en Madrid. ¿Por qué el destino me señaló para ese sacrificio? ¿Qué tengo yo en la cara, que la gente se me viene como abejas al panal?

Hay caras de tener dinero, cejas altivas y bocas fruncidas como ombligos.

Hay caras femeninas de modelos, soportadas por cuellos altísimos, con pómulos aptos para percheros.

Hay caras de médicos, miran cada cosa poco tiempo, como a sus pacientes. Hay caras de lujuriosos, fornicarían con una estatua a falta de carne.

Hay caras de asesinos, pestañas agresivas, barbilla dividida en tres, nuez de Adán sagital.

Hay caras de novelistas nuevos, donde el susto babieca resplandece como primera menstruación.

Hay caras de cornudos, nostálgicas de aquellas noches célibes.

Hay caras de amas de casa, satisfechas como butacas del siglo pasado.

Hay caras de putas, maquillaje rosa crápula y sostenes picudamente bizcos. Hay caras de aficionados al fútbol, sudorosas de limbo.

Hay caras de chulos, las sienes perfumadas de colonia cucaracha. Hay caras de profesores, pálidas y sosas como sus mítines semanales. Hay caras de alcaldes de pueblo, bigotudas, tic nervioso en la oreja. Hay caras del Partido Socialista, mirando siempre a la derecha.

Hay caras del Partido Popular, mirando siempre a la izquierda.

Hay caras de conductores de camión, mascan chicle imitando a los americanos de las películas.

Hay caras de coleccionistas de llaves de ataúd, erigidas sobre cuellos de pajarita, y sonríen hacia arriba.

Hay caras de exfranquistas, el oído puesto al viento que más suena.

Hay caras de mujeres devoradoras, lo miran a uno y para siempre lo hacen de su edad.

Hay caras de escritores premiados, con arrugas color arrepentimiento. Hay caras de culo, divididas en dos mandalas sombríos.

Hay caras de loco, los ojos de huevo duro y los dientes rechinando.

En fin, las caras son como la ropa interior del alma; juzgando la ropa se saca el alma. Entonces ¿por qué tengo yo cara de Callejero? ¿Qué hay en los rasgos de mi cara que indique mi conocimiento de la ubicación de las calles? Alguna vez pensé que las féminas me preguntaban para entrar en relación con mi atractiva persona, pero no, me pregunta todo el mundo, sin frivolidad, en serio. Una tarde, en la Puerta del Sol, se me acercó tanta gente en indagación de alguna calle, que me refugié aterrado en un bar. Allí, otro me preguntó por otra calle. Cogí un taxi, a casa. El taxista, un novato, me preguntó que dónde caía mi casa.

¿Me explicará un alma caritativa por qué mi cara es la cara de quien conoce el sitio exacto de cada calle? Es una maldición. Al nacer, un hada perversa me condenó eternamente a esa pesadumbre. En la Jerusalén Celeste del otro mundo, me veo perseguido por millones de despistados, millones de millones, como una pesadilla de El Bosco.

LA BUSCA

Todo es busca. Buscamos lo que se pierde, buscamos trabajo, buscamos descanso, buscamos dinero, buscamos pareja, buscamos la estación de autobús. Cada momento en la vida es busca. El horizonte del ser, más que el tiempo como dice Heidegger, es la busca.

¿Busca de uno mismo? ¿Busca de Dios? Conócete a ti mismo, decreta la máxima griega. Yo no quiero conocerme a mi mismo del todo, quiero dejar algo al misterio; conocerme del todo sería suicidarme. Y ¿cómo conocer del todo a cada Manuel Mantero que mi existencia forma y dispersa?

Durante mi vida entera he buscado a Dios. El amor a otra persona, la elección de la profesión, los deportes, el arte, son sustitutos del deseo consciente o inconsciente de ir a Dios. Cuando murió mi hermana, sentí rencor, le di la espalda a Dios. Pero no podía engañarme, lo anhelaba. Durante los años sesenta, mi busca de Dios se hizo más directa que nunca. Yo había tenido ciertas experiencias interiores que me confundieron y me destrozaron los nervios. Creí rozar la túnica de Dios, tocar su figura en la oscuridad. Dios estaba cerca y estaba lejos; lo amaba y lo desconfiaba. De pronto, se me perdía: era el ausente más célebre. Como un momentáneo emigrante que se hubiera escapado a este mundo y se volviera al encontrarlo peor que el suyo..

De niño me obsesionaba un pensamiento: Dios no podía festejar su cumpleaños, era eterno. ¡Ya había algo que no podía! De mayor, las obsesiones fueron otras. Las que me inculcaron en el colegio, de un Dios tan justiciero que daba miedo, se les llenaba la cabeza a los niños de premios difíciles y castigos probables, cuando a los adultos, a ellos solos deberían asustarlos con la cara severa de la justicia. Superé todo eso.

Hay una obra de Aristófanes, Los caballeros, en la que un personaje le pregunta a otro si de veras cree en los dioses, y la contestación es que sí. Le pregunta por qué y contesta: “Porque me odian. Es la mejor prueba”.

¿Me odiaría Dios a mí? Dicen que el infierno es la ausencia de Dios. Entonces, en el infierno vivimos. ¡Buscar, buscar! Si yo encontrara una puerta en el muro, qué consuelo: aunque no encontrara todavía la llave, sabría que hay Alguien detrás. ¡Qué lío! ¿A Dios habría que inventarlo en el caso de que no existiera, como escribe Voltaire?

¿Habría que destruir al caprichoso Dios existente? Me hartaba de leer a filósofos y místicos, sus meditaciones sobre el Dios y el Nodiós. El Seudo-Dionisio, Maimónides, Eckhart, proclaman que Dios no permite la aproximación y sólo debemos referirnos a Él negativamente. Por lo que no es.

Me rebelaba. Yo siempre le hablaré a Dios con lengua humana. Si somos imagen de Dios, ¿por qué nos hizo humanos entonces? ¿Para no hablarle como hombres? Que me hubiera dado otro medio de penetrar en su ámbito.

Y el Dios que yo quería era un Dios “mío”. Si era igual para todos, en serie como los trajes o los zapatos, no lo quería. Un padre no puede ser el mismo para cada uno sus hijos.

¿Estaba Dios en las iglesias? Si Cristo volviera, ¿a qué iglesia iría? Seguramente, a ninguna. Y yo veía a Dios en los animales, en el agua, en el fuego, en las plantas, en las nubes. Hasta en el duro suelo.

Lo buscaba dentro de mí mismo, creía que lo encontraba, se me escapaba. Me dejaba radiantes los ojos interiores, llenos de la circular sorpresa divina. Los años sesenta fueron para mí de triunfante y vencida busca de Dios. Continúo buscándolo, porque sé que está cerca aunque esté lejos.

Un día pensé que el que hace la fotografía –la vida- no sale en ella. Pero la cámara fotográfica de Dios es muy moderna y dispara automáticamente. Dios está entre nosotros.

CONVERSACIONES CON VICENTE ALEIXANDRE

Ya he escrito antes cómo una carta de Vicente Aleixandre, en el año cincuenta y cuatro, me llegó cuando el mundo se me hundía. Aquel agosto, en cama, yo leía emocionado la carta donde él elogiaba mi inmaduro libro La carne antigua. La carta iba dirigida a Manuel Mantero Sáenz.

Desde el año sesenta, viviendo ya en Madrid, lo vi con bastante frecuencia. Le gustaba preguntarle a Nieves por las cosas más domésticas; era un gran curioso.

Aseguraba que nunca había visto una pareja, entre los poetas, tan compenetrada como la que formábamos Nieves y yo. Si llegaba el buen tiempo, conversábamos en el jardín, a la sombra del cedro y con Sirio merodeando o durmiendo.

Yo le expresaba mis opiniones sin tapujos. Cuando estaba de moda atacar a Rubén Darío, yo lo defendía en la prensa o dando conferencias, y me quejaba a Aleixandre de la estupidez y la injusticia de buena parte de la crítica o de los poetas. Para Aleixandre (al menos eso me afirmaba a mí), Rubén Darío era más poeta que Antonio Machado.Además (decía) don Antonio ni siquiera supo calar en los de su generación, la del Veintisiete.

Daba sus juicios, él también, sin tapujos. Se quejaba de Luis Cernuda, de cuando le devolvió desde Méjico sus Poesías completas por no querer pagar en correos una sobretasa. Creo que llegó un momento, hacia mitad de los años sesenta, cuando el creciente prestigio de Cernuda en España –un Cernuda muerto-, le produjo algo de celos. Un día me llamó por teléfono, y su tono no era grato. Fui de inmediato a su casa, y me echó en cara que yo lo hubiera atacado en una revista, sin citar su nombre. Yo me enfadé.

¿Cómo podía pensarlo? Me había referido únicamente a los que silenciaban a Cernuda.

Cómo me gustaba escuchar sus evocaciones de Lorca, Miguel Hernández, Salinas, Neruda… Sí, hablaba sin tapujos. De Neruda me contaba que llegó a Madrid humildísimo y que él mismo se preparó y pagó el homenaje de mil novecientos treinta y seis.

Yo le llevaba poemas, nuevos poemas míos. Los leía en voz alta, con la exacta entonación, los embellecía. ¡Cuántos domingos en la casa de Velintonia, domingos de coñac y pastas, y él tomándose la “gotita mágica” de coñac, como Lorca llamara al casi inexistente líquido de su copa, y simular que bebía!

Me dejaba hablar, protestar de los espesos laberintos que convierten el ambiente literario en una selva. Al terminar, me sentía mejor, mucho mejor. Aquello parecía una confesión.

Más que confesor era Papa. Juan Ramón Jiménez había sido el Papa de la poesía en España antes de la guerra y ahora, con Juan Ramón en el exilio o muerto, el puesto lo ocupaba Aleixandre. Nadie se lo disputaba. No le gustaba eso a mucha gente, se le escarnecía en privado, se le colgaban favoritismos. Se murmuraban sus posibles preferencias sexuales. De algunos de sus muy allegados yo me permití hacer, ante Aleixandre, ciertas críticas; del valor de su poesía. Las aceptaba él, aunque procuraba convencerme. Sabía que a mí no me entusiasmaba la poesía de Claudio Rodríguez. Y una de las cosas que más me dolieron fue que Claudio, una noche de copas, me hablara mal de Aleixandre como poeta en términos demoledores. ¡Él, que tanto le debía a Aleixandre, quien lo miraba como a un hijo! Claudio tenía a veces una lengua venenosa, y me importa poco los que salgan ahora desmintiéndome.

Nunca se lo dije a Aleixandre.

En el año sesenta y nueve me fui a Estados Unidos. Pero siempre, en cada viaje a España, Nieves y yo lo visitábamos. Caso de tardar, enviaba preocupado la carta afectuosa. La última visita fue en junio del ochenta y cuatro, y nunca vi a Aleixandre tan descaradamente sincero en los juicios. Su herpes iba mejor, se le notaba optimismo y

fuerza, comentó sus proyectos, sobre todo un libro de poemas recogiendo sus sueños de entonces, pero sueños que se le escapaban por la mañana en cuanto despertaba.

Aleixandre hablaba y hablaba, no quería que nos fuéramos, expresaba juicios tremendos sobre determinadas personas; sobre algunos de sus muy allegados. Era como una confesión. ¡Se confesaba él conmigo!

Salimos muy tarde esa noche de junio de su casa. Nos acompañó a la puerta. Allí quedaban sus ojos azules, su estatura apesadumbrada pero sin cesiones, su integridad. Murió a los seis meses, en diciembre. Vibrante y original, su poesía está en todas partes.

LA RESPIRACIÓN SE HACE DIFÍCIL

La situación española empeoraba. La ETA amenazaba, actuaba. Huelgas.

Devaluación de la peseta.

El nombramiento de Carrero Blanco como Vicepresidente del Gobierno no parecía iluminar mínimamente el sombrío panorama. En febrero del año sesenta y ocho los estudiantes van a mi clase de Derecho Natural tras dos meses sin hacerlo. Harto, yo harto de las clases. Un alumno me dice que Santo Tomás era del siglo XVI, otro que la filosofía y la literatura le traían sin cuidado. Yo le contesto que le traiga con muchísimo cuidado, o al pozo. A finales de marzo se cierra otra vez la universidad. El nuevo decano, Prieto Castro, catedrático de Derecho Procesal, dimite porque la policía lo bañó de tintura verde. Pide cinco millones de pesetas por daños y perjuicios morales.

Recuerdo que una mañana la policía se enfrentaba a los estudiantes de Derecho ante el edificio de la Facultad. La policía aguantaba los insultos. De pronto, un estudiante chilló: ¡Franquistas! Y esto no lo pudieron sufrir algunos de los “grises”, se echaron sobre los estudiantes. El año vio más disturbios. En verano se decretó el estado de excepción en Guipúzcoa. Se cerró de nuevo en diciembre la Facultad de Derecho.

Yo llevaba algún tiempo que me quería ir de España. No podía respirar, me faltaba aire. Mis ilusiones monárquicas –monárquicas en tanto liberales, sociales y regionalistas- se tambaleaban. A Don Juan se le iba de las manos, y no por su culpa, conservar la antigua pureza del deseo de restauración.

Yo trabajaba, además, en muchos frentes. Me rodeaban con ofertas sabrosas, el dinero era tentador. Por ejemplo, escribir en la cadena de periódicos del Movimiento.

Hubiera sido renunciar a mí mismo. Maldita sangre mía, la de mis padres que me enseñaron integridad por encima de todas las ventajas y seducciones. Yo no pertenecía a ningún grupo.

El verano del año sesenta y ocho, en Sanlúcar, fue inolvidable. Las ratas invadieron el pueblo por hambre. A principios del verano habían nacido los dos gemelos, Vicente y Francisco Manuel, y nos los llevamos de Madrid a Sevilla metidos en una cesta. En Sanlúcar, los vigilábamos constantemente. De noche, mientras cenábamos bajo las estrellas en el patio oloroso a claveles y jazmines, veíamos bajar las ratas por los escalones de la atarazana, las veíamos entrar por el otro lado, el de la puerta de cristales. Se acercaban, se refugiaban entre los macetones de zinias de la fuente del patio. José María, Laura y Miguel, los tres niños mayores, estaban aterrorizados. Yo tiraba a las ratas con una escopeta de aire comprimido, las ahuyentaba. Por la mañana, todas las trampas en la casa tenían ratas muertas. Ese mismo verano murió Jumble, el perro que guardaba la casa, por haber comido veneno de las ratas. Lo enterramos en el corral.

Mi indiferencia por el “ambiente literario” crecía, crecía. Irme fuera de España, sobrevivir. Trabajar en paz. Escribir fuera del acoso de la triunfante literatura realista sin don y sin vuelo. Yo admiraba a algunos poetas surgidos tras mi promoción, los quería, me he referido a los andaluces en estas Memorias, pero ¿terminaba con los andaluces la poesía?

Hierro me dejó un libro, Arde el mar. Su autor, Pedro Gimferrer. Versos alhajados con metáforas y con talento, y una estructuración imaginativa que me recordaba lo cinematográfico. Guillermo Carnero me envió su libro Dibujo de la muerte, bello de orquesta subterránea. Y estaba Jesús Hilario Tundidor, su poesía grave de sortilegios.

Así que seguían surgiendo poetas.

Mis amigos comenzaron a moverse. Hablo con profesores americanos que recalan en Madrid. José Luis Cano me ayuda; a este le escribe Antonio Sánchez Barbudo para que me vaya con él a Wisconsin. Me escriben de Montana, de Washington. El novelista Ramón J. Sender, desde Los Ángeles, para que me quede en su puesto; piensa jubilarse muy pronto.

Jorge Guillén se mueve más que nadie. Yo lo había conocido en Sevilla en diciembre de mil novecientos cincuenta y cinco. Me firmó entonces una foto suya: “Al joven poeta sevillano Manuel Mantero, con toda mi favorable expectación”. Lo recuerdo como un hombre-gancho, afable, espontáneo, hablador y devoto del café. Sus años de profesor en Sevilla –me decía- fueron felices, “a pesar de la Dictadura”. Guillén me manda cartas y me copia las de otros. Me aconseja que vaya a la Universidad de Oklahoma, donde el jefe del departamento es Ivar Ivask, amigo y admirador suyo. ¿Cómo agradecerle nunca a Jorge Guillén el extraordinario interés que se tomó por mí?

Y yo, mientras, como un león enjaulado.

Acepté la proposición de Western Michigan University. Me escribieron a instigación de Julia Uceda, profesora en Michigan State University. Me gustaba que estuviera cerca mi amiga Julia Uceda.

La primera mitad del año sesenta y nueve fue sólo una preparación de la marcha.

Poco antes de irme, grabé mis versos para un disco de la Editorial Aguilar. Toda la mañana en los estudios. No sólo yo. Conmigo, Victoriano Crémer, Dionisio Ridruejo, Ángel González, Carmen Conde y José Luis Tejada. Recuerdo muy bien que Carmen Conde me contó cómo había conocido a Rafael Alberti en el Museo del Prado, y que era guapísimo. Me habló de Miguel Hernández, e increpó a Concha Zardoya por su “hernandismo de guardarropía”. José Luis Tejada, nerviosísimo, se equivocaba al leer los poemas; necesitó beberse un vaso de manzanilla. El disco contendría también poemas grabados por los ausentes Pedro Salinas y Rafael Alberti.

Ridruejo vino a mi piso madrileño en junio. Habló de la “hipocresía del Régimen” y de “lo estupendo que fueron los años de la República”. Se refirió al número que Cuadernos para el Diálogo había dedicado a la poesía y la novela de posguerra como “absolutamente provinciano”. De Franco, que “no sabía dónde colocar la manos”. Por cierto, al salir, lo acompañé hasta la parada de taxis y un taxista se le insolentó.

Ridruejo –que tenía ya aspecto enfermizo- no quiso polemizar con él.

En julio le escribió Franco a Don Juan comunicándole que Juan Carlos lo sucedería como Jefe de Estado. Como rey. Las Cortes aprueban el nombramiento; se trata de una monarquía nueva. Juan Carlos es Príncipe de España y no Príncipe de Asturias. Don Juan reacciona, dice que no han contado con él, un simple “espectador”, ni con la voluntad del pueblo español.

¡Vámonos, vámonos!

El veintisiete de agosto tomé el avión para Nueva York; de ahí, a Chicago, donde me recogió el jefe de mi departamento de Western Michigan University.

Durante las muchas horas de avión pienso en lo que dejo atrás. Mi mujer, grandes ojos y mayor corazón. Mis hijos: José María, una sonrisa de inteligencia inocente. Laura, la más serena y pensativa. Miguel, curioso de mundo alrededor. Vicente, en su paraíso de monólogos portátiles. Francisco Manuel, viéndose mariposas en las manos. Todos, muy pequeños. Los gemelos, comenzando a andar. Como yo.

Yo había roto los límites, las leyes de la tristeza. Llegué a Chicago de noche, pero parecía la mañana de un nacimiento. Nacía otro hijo mío, el sexto hijo: la libertad.

Había una ventana de colores (Memorias y desmemorias), RD Editores, Sevilla 2004.

P.S., 2019. Estas Memorias cubren un amplio tiempo pasado, es decir, muerto, aunque ¡tan presente! De las semblanzas que hay en todo el libro sólo cuatro tratan de personas aún vivas, y no las recojo aquí: es como si las congelara  incluyéndolas en el gran panteón que han resultado los textos. ¿Superstición?

Quizá. Espero que celebren muchos cumpleaños los cuatro sobrevivientes colegas. Y espero yo salud y tiempo para completar mis Memorias con las décadas que siguen a la de los años 60 y que cubren mi vida en Estados Unidos.