Años 50 (Selección)

LA POESÍA

En la casa de Sanlúcar, una tarde de primavera, leí una vieja revista de mi abuelo dedicada a la poesía mejicana. Poemas de Amado Nervo, Manuel Gutiérrez Nájera y Salvador Díaz Mirón. Yo siempre había esquivado leer poemas, esos agrupamientos de líneas antipáticas como alambres espinosos. En el colegio nunca me enseñaron de verdad la poesía; bueno, me enseñaron a despreciarla.

Los poemas mejicanos me hicieron sentir. En el balcón, oliendo las flores del patio, leía a los poetas modernistas mejicanos y la emoción de sus versos me abrió un nuevo país. Estaba descubriendo la poesía.

Inmediatamente empecé a buscar poetas de esa época, más poetas hispanoamericanos. Leopoldo Lugones, tan poderoso y tan versátil. Julio Herrera y Reissig, cuyas descripciones del paisaje me evocaban el Aljarafe. José Asunción Silva, becqueriano, pero dejando atrás al de Sevilla en técnica y modernidad. Guillermo Valencia, buscador de la plástica sugerencia. José Santos Chocano, algo vocinglero y colorista. Pasé a los españoles: Salvador Rueda, que no me decía mucho. Y los hermanos Machado. Y Juan Ramón Jiménez.

Llegué a saberme las Soledades de Antonio Machado casi de memoria. Me reunía con Carlos Sánchez Lamadrid en el pueblo y hablábamos de Machado. También hablaba de poesía con los Romero Rossi; su padre había sido fusilado por los nacionales sólo por el hecho de haber puesto orden en Sevilla. Con él se perdió un talento médico privilegiado. Su esposa, doña María Rossi, luchó duramente por sus hijos, desde su farmacia de la calle Real: María Isabel, María del Carmen, Pepe, Fernando, Ramón. Con ellos se podía discutir de poesía, de música, de muchas cosas. En su casa leí por primera vez, es decir, asumiéndolo, a Góngora, que sería siempre uno de mis preferidos. En el patio de la casa de los Romero Rossi organizábamos alguna que otra lectura poética. Fernando escribía versos, como los escribiera su padre y su tío Miguel. De este, Miguel Romero Martínez, hablaré más adelante.

Los poetas hispanoamericanos me llevaron, por su simbolismo, a los franceses.

Todavía me turba la magia íntima de la revelación: Mallarmé, Verlaine, Rimbaud, Samain. El que más me acercó a ellos fue Rubén Darío, y de los españoles, Juan Ramón Jiménez.

No se me han caído, no se me caerán nunca Rubén ni Juan Ramón. Tuve suerte dando con los dos en mis principios poéticos. Maestros absolutos, sin anclarse en las modas, clásicos por intocables, siempre seductores. Nuevos. Rubén de tantos registros, Juan Ramón de la melancolía exquisita, coloreada de panteísmo. Rubén del verso bellísimo y portador de sugerencias, Juan Ramón del arañazo en el tejido del alma. Rubén solar, Juan Ramón lunar. Los dos, manantiales sin descanso del agua verdadera de la poesía.

Me daba vergüenza, al principio, escribir versos. Me iba al pajar o al lagar y allí pensaba, sentía, escribía. Imité a los simbolistas y a los modernistas. Las tristezas de Juan Ramón me producían casi ojeras.

En la Facultad de Derecho de Sevilla había otros que escribían versos, aunque no sabían que yo los escribía; eso vino luego. Entre ellos, Antonio Murciano, Aquilino Duque, Antonio Gala, Manuel García Viñó.

Sevilla, la Sevilla cultural de entonces, ¿qué opinaba de los nuevos poetas? Se reía de ellos.

SEIS SANTOS PATRONOS DE SEVILLA

Los patronos son:

San Fernando, que conquistó Sevilla.

San Isidoro, el arzobispo, que luchó como un chacal contra los arrianos. Aunque quiso que lo enterraran en Sevilla, se llevarían el cadáver a León.

Santa Justa y Santa Rufina, las dos hermanas que vendían cosas de barro y atacaron a una estatua procesional de Venus.

San Hermenegildo, que se empeñó en luchar contra su padre el rey Leovigildo, pagándolo muy caro.

Y San Geroncio, otro mártir. Obispo de Itálica. Rodrigo Caro, en su famoso poema a las ruinas, se ocupa al final de San Geroncio y estropea los versos, que tan naturalmente fluían.

Seis santos patronos de Sevilla. Fernando, Isidoro, Justa, Rufina, Hermenegildo y Geroncio. Si quitamos a San Fernando, ¿quiénes ponen los otros nombres a sus hijos en Sevilla? Y cada vez hay menos Fernandos. Isidoro es más pasable, pero no conozco a ninguna persona en mi tierra con ese nombre; oficialmente, se da la cara, Parroquia de San Isidoro, calle San Isidoro, Instituto San Isidoro. Sabe a nombre de Castilla o León, y los sevillanos quieren ser sevillanos.

Desde luego, Geroncio, ni a mi perro.

PAPISMO

No recuerdo el nombre de ella, aunque sí su cuerpo. Fue criada en nuestra casa, y ahora lo era en la de mi tía Manolita. Estaba recién casada, y siempre llorando. Me explicó lo que pasaba.

En la noche de bodas se le quedó al marido el pene erecto y no podía normalizarlo. El acto sexual, para la muchacha, de desahogo se había convertido en formidable ahogo. No aguantaba más. Aquello la iba a matar.

Fue a don Eliseo, el médico. El problema del pene erecto, al parecer, lo compartía el vehementísimo marido con otros varones, lo cual no consolaba a la criada, ojerosa, llena de sueño. Le dijo al marido que quería separarse, pero él no lo aceptó.

Pene alzado y dolorido, como el de Porfirio Rubirosa, el chulo y nazi y asesino dominicano, yerno del dictador Trujillo, pluricasado con artistas de cine y millonarias famosas. Sabían de sus dotes viriles, no era ningún secreto que nunca bajaba el pito. Decían que su largura no toleraba rivalidad y que su grosor ganaba al del promedio por cuatro a uno. Se contaba que realizaba el coito cuantas veces se le antojara sin llegar al orgasmo. La hija de Trujillo se llamaba Flor de Oro, pero el nombre hubiera sido más propio aplicárselo al órgano de su esposo dominicano.

Si la gente bien internacional, la femenina, soñaba con los atributos sexuales de Rubirosa, la criada de mi tía Manolita no agradecía el regalo. En el patio de la casa de mi tía la contemplaba yo, sentada en una silla, llorando como a Deméter la pintan sentada en la piedra porque no encontraba a su hija Perséfone, la doncella que raptó Hades y condujo a sus dominios infernales.

La criada no lloraba precisamente por no encontrar, lloraba por haber encontrado: una espada siempre alzada y alerta, a punto y punta de homicidio. De femicidio.

Le pregunté a la criada qué más les dijo el médico. Me informó del nombre de la enfermedad: papismo.

¿Papismo? ¿Qué tenía que ver el Papa con un pene en erección indeclinable?

Papismo, papismo. Hasta que caí: ¡priapismo! Así se llamaba la enfermedad, en honor de Príapo y su escandalosa identidad ascensional.

Don Eliseo les había dicho que la sangre ya no circulaba por el pito. Que se necesitaba domeñarlo cuanto antes, el retraso sería bastante peligroso. Le preguntó a él si era anémico; podría ser la causa. ¡Vamos –protestaron-, anémico! O si se había golpeado el paquete con cualquier cosa. No. Yo le dije a ella, malicioso, que acaso en la noche de bodas algo más humano le produjo al marido en el caliente palo la rotura de un vaso sanguíneo.

Habían ido a una curandera, y le aconsejó exponer una hora el pito al sol, al sol como los lagartos. ¿Con el insoportable sol de julio? ¡Cualquiera!

Mi tía recordó un caso semejante en el pueblo, hacía muchos años. Le pasó al Pelele, un albañil del ayuntamiento, que sin más problema se lo contó a medio pueblo. Sanó con emulsiones alcanforadas.

¡Dios bendito (pensaba yo), unos machos con tanta generosidad vertical y otros con su cerillo colgando! ¿No eres un poco injusto?

Se curó, por fin. Desde entonces fue un hombre silencioso y melancólico.

SEMANA SANTA EN SEVILLA

Los pregones de la Semana Santa de Sevilla los empezó Federico García Sanchiz al terminar la guerra. Dieron después pregones José María Pemán, Joaquín Romero Murube, Luis Morales Oliver, José Luis de la Rosa… En mil novecientos cincuenta y seis dio el Pregón de los pregones Antonio Rodríguez Buzón. Lo sacaron a hombros del Teatro San Fernando; todavía hay personas que se emocionan al recordarlo.

Y personas hay que recuerdan también a un pregonero no oficial, el jesuita Ramón Cué: su pregón, Cómo llora Sevilla, se ha convertido en obligada referencia local. El P. Cué no era un gran poeta, aunque tenía sensibilidad menos populachera que Rodríguez Buzón. Los dos mezclaron, con la prosa de sus pregones, bastantes versos azucarados, ya fundamentales para la Sevilla más accidental.

En mi opinión, la Semana Santa de Sevilla es algo intocable, no admite rectificaciones en nombre de ninguna pretendida modernización. Intocable, clásica, fijada. Como la música de Bach, como la pintura de El Greco. Como la catedral de Notre Dame. Como la poesía de Dante. La Semana Santa de Sevilla la inventaron otros, no nosotros. Está fuera del tiempo – que no del espacio-, es una cima ideal y cierta. El arte no se conduce necesariamente como la ciencia, no hay forzosos adelantamientos, sólo variaciones en la ramificación.

Cuando escuchamos la música de Mozart o de Vivaldi, no deseamos que se interponga ningún activador de música actual, existe más allá de nuestro poder de mutación, porque si cambiamos algo, por mínimo que sea, no es ya de Mozart o de Vivaldi.

¿Quién osaría cambiar el estilo de los trajes de las Vírgenes sevillanas? Son, reproducen los trajes de las mujeres de los siglos dieciséis y diecisiete, la moda femenina española que triunfó en Europa. A causa del puritanismo católico de la época, sólo se dejaban visibles cabeza y manos, y en las casadas, cara y manos. Las mujeres inglesas aceptaron la moda española, pero durante algún tiempo presumieron de independencia (la nación inglesa es así): mostraban los senos al aire.

En fin, con trajes que sólo permitían ver cara y manos, la mujer concentraba su expresividad en manos y cara. Y cómo las Vírgenes de la Semana Santa de Sevilla transmiten su apenada belleza, su directo dolor. Hablan con gestos y miradas el lenguaje íntimo del silencio.

Se me puede objetar que en la Semana Santa, ese clásico diamante fijado, actuamos, participamos nosotros. Por supuesto. Sin embargo, ¿no participamos al escuchar la música de Mozart, no participan los intérpretes, la orquesta, el director? La Semana Santa es algo delicadísimo que hay que cuidar avariciosamente; cuidar no sólo sus estructuras barrocas, sino la misma ciudad y el carácter de los sevillanos. Este carácter, en Semana Santa, es especular, nos sentimos reflejados en el espejo de la ciudad entera: nos in-corporamos, nos sabemos un solo cuerpo. He dicho carácter especular y no espectacular. Los sevillanos no se sienten espectadores, eso queda para los de fuera. El espectáculo lo hacen los espectadores, no los protagonistas. ¿Cómo dudar que algunos de esos espectadores mirarán cansados el desfile de Vírgenes como si se tratara de un concurso de misses intercambiables?

En el caso de que llegara el horrible y total momento arquitectónico de Sevilla, la Semana Santa sería otra cosa. Y si el sevillano pierde su sentimiento religioso, religioso en el sentido de repetir un Misterio para iniciados que requiere determinadas acciones y ceremonias (los drómena), y que de alguna forma permite el desvelamiento de lo divino, si el sevillano se convierte en otro tipo, la Semana Santa habrá muerto como anual reanudación, aunque no como distanciada obra clásica, pues siempre la podremos contemplar en película y oír sus marchas. Ahora la disfrutamos como si acabara de nacer. No hizo el sevillano de hoy la Semana Santa, pero la reproduce personal e inolvidablemente.

Ahí tenemos lo que en otros siglos quedó cuajado. Aún existen pasos del siglo dieciséis, como el del Gran Poder, o palios del diecisiete, como el de la Virgen del Valle. Extraordinario siglo fue el dieciséis para la Semana Santa de Sevilla, cuando se fundan los Negritos, la Macarena, el Dulce Nombre, la Cena, la Hiniesta, las Cigarreras, el Cristo de Burgos, Montesión, la O, la Carretería, Montserrat, la Estrella, el Calvario, y están Hermandades más antiguas todavía, como el Silencio, la Mortaja, el Gran Poder, la Vera Cruz o la Esperanza de Triana.

Hubo a través de los siglos variaciones en los vestidos de los nazarenos, el capirote fue elevándose, o multiplicándose los colores que en el principio sólo fueron blanco, negro y morado, y hubo épocas algo minifalderas de túnica por pura coquetería. Y se llegó a pensar que el rostro tapado era cosa de vanidad, de falsa humildad, prohibiéndose su ocultación en los siglos diecisiete y dieciocho, con la consiguiente burla colectiva. Carlos III fue muy tenaz en su procura de la eliminación del anonimato de los nazarenos. Quizá quería evitar que las mujeres desfilaran en las procesiones.

Acecha el peligro de aplebeyar la Semana Santa. Cada año, se observa más comercial la arquitectura de la ciudad y más agresiva la riada de cupleteros aupados en el jaleamiento del vulgo.

Yo salía el Domingo de Ramos de la parroquia del Salvador, en la “Borriquita”, cerca del paso de Jesús entrando en Jerusalén. Detrás iba el Cristo del Amor. De niño, vestido de blanco; de mayor, cuando salía con el Cristo, de negro. El azahar, el incienso, la cera, la música, el silencio, las calles estrechas, el entusiasmo, llegaban a embriagarlo a uno.

El cansancio no cansaba, formaba parte del ritual. El cansancio era necesario, como lo es también para hacer el amor.

SAN JUAN DE LA CRUZ EN EL PUEBLO

Las Madres Carmelitas las llevó Santa Teresa de Sevilla a Sanlúcar. Santa Teresa no aguantaba el calor sevillano; seguramente su voluntad estaría achicharrándose cuando mandó el grupo de monjas al pueblo.

El convento de San José se fundó el ocho de junio de mil quinientos noventa.

Patrono del convento sería más adelante el Conde-duque de Olivares, tan de la tierra del Aljarafe. En mil quinientos noventa, Felipe II era rey de España y arzobispo de Sevilla el gallego Rodrigo de Castro, que llenó de paisanos arrogantes la ciudad. La historia de la compra del convento tiene algo de novela: una niña sanluqueña llamada Leonor, de buena familia, creció sin demasiada “atención a su alma” y con bastante al embellecimiento de su cuerpo. Pero los franciscanos del convento de Nuestra Señora de Loreto, que estaba cerca del pueblo (y está: algunos recordarán que allí se casaron Felipe González y Carmen Romero), amigos de los padres de Leonor, influyeron tanto en esta, que cambió su vida y le hizo comprar a su padre, para convento, una amplia casa de vecinos de la calle Real de Sanlúcar. Hay un documento que relata la fundación:

“Era el sitio de la casa capaz, como se ve, y vivía allí mucha vecindad de todos estados, y dicen que era coto y asilo de delincuentes, porque como era grande y tenía puerta falsa que salía a otra parte, era acomodada para estas y otras semejantes insolencias que se hacían de preferencia en la noche con mucha ofensa de Dios y vergüenza del lugar”.

De modo que aquel caserón donde habitaban tantos vecinos, servía de refugio de delincuentes y por la noche de comercio sexual. Resulta irónico que lo que valió para casa de putas se transformara en casa de monjas. (En Europa, a las casas de putas de la época le decían conventos).

A mí me gustaban las carmelitas. No se metían con nadie. El toque de Ángelus me llegaba como un diálogo desde la espadaña del convento; gran parte de mi vida está asociada a esos sonidos y a la blancura incólume y cegadora de la tapia del convento, que cerraba el huerto y delineaba mi calle camino de Benacazón.

Las monjas eran alegres. Monjas en clausura, se las veía confusamente revolotear en la iglesia.Yo tenía permiso del cardenal Segura para entrar en cualquier convento de clausura. Una monja con campanilla iba avisando por el convento y yo caminaba, provocaba la desaparición a mi paso de las tocas blancas, como una lancha abriendo espumas en el mar. Me sentía transportado a fines del siglo dieciséis en aquellos patios, aquellos muebles, aquellos cuadros. Monjas sonriendo siempre. Me pregunto a veces si de los Evangelios habrán expurgado los chistes que contaba Cristo, quien amaba la vida.

¿Habrán borrado la imagen de un Cristo reidor? Los teólogos discutirían más tarde con argumentos sibilinos si Cristo rió o no, y decidieron que no rió nunca. Los que nunca rieron fueron los teólogos. Para ellos, ni risa, ni sexo: lo cual significa que en el paraíso no se ríe nadie y que nadie copula. Como dice Mark Twain, quitar el sexo del paraíso lo convierte inmediatamente en lo contrario de un paraíso.

Un día pedí a las monjas que me enseñaran una carta autógrafa que conservaban de San Juan de la Cruz. De San Juan se conservan muy pocos textos autógrafos. La

carta está dirigida a la Madre Superiora del convento carmelita de Córdoba, Leonor de San Gabriel. La Madre Leonor quería en su carta que San Juan intercediera con el Vicario General de la Orden, P. Doria, y el fraile contesta afirmativamente. La carta se conserva en un relicario ovalado. Para que cupiera en él, las monjas de Sanlúcar, en el siglo dieciocho, cortaron las esquinas del papel llevándose con ellas palabras del santo, ay, sospecho que sería una sola la que programara la mutilación, monja estúpida, espero que no haya ido al paraíso; supongo que en tal caso San Juan presentaría su dimisión de santo.

Cuando tuve en mis manos el relicario, me emocioné. Como si el mismo San Juan de la Cruz estuviera allí, junto a su carta, mi San Juan, tan querido por su persona, su verso y su prosa, admirable prosa a menudo ignorada. De San Juan siempre recuerdo, antes que todo lo demás, esta frase: “Lo que pretende Dios es hacernos dioses por participación”. Endiosamiento humano, tan lejos de lo que me enseñaron los curas.

Dioses nosotros, por amor. ¡Dioses!

Me dijeron las Madres que habían intentado los Padres carmelitas guardar la carta en Granada. Que los Padres confesores se habían apoderado de muchas cosas antiguas, especialmentes libros. Yo me indigné. El machismo se expresa también (¡y cómo!) en la relación sacerdote/monja, relación de dominio y privilegio. Pero las monjas no cedieron y la carta se quedó en Sanlúcar la Mayor.

Algunas veces me figuraba ver, desde mi casa, la sombra de San Juan en la calle, recortada contra la tapia del convento. Un San Juan vigilante, con el ceño duro, no fueran a escalar la tapia los mismos carmelitas que lo tuvieron a él preso y casi muerto de hambre. Los mismos que consiguieron su excomunión.

EL AMOR

Sol cerniéndose, fuego derrumbándose sobre los cuerpos. Todo, una explosión sin fin, amarilla, no, roja, cuerpo de sol, plaza de sol. Ahogarse de sol. Personas como llamaradas, procaces lenguas de oro violento saliendo de una boca odiosamente universal, boca fulminante de dragón en busca de todas las muertes.

¿Aquella vez, años atrás, había sido el amor? No. Un repentino entusiasmo, un trono invisible que yo llevaba siempre conmigo para que ella se sentara y yo adorarla pasmado de sumisión. Otra vez, la adolescente que descubrió en mí un destino que no supe abrir de verdad porque perdí voluntariamente las llaves. ¿Y la que dispensaba su cuerpo tanto que sólo veía yo cuerpo? O la balbuceadora que olía a claveles y a paseo entre olivos. O la tigresa rubia que hacía el amor cuando hacía sangre.

Nada de eso era el amor. Sólo una vez se ama, como dicen las coplas. Y es mentira que se necesiten etapas para alcanzarlo, la abusada imagen de los peldaños y llegar arriba, a la mujer única. Al amor no hay que educarlo.

Ninguna de aquellas mujeres era el amor y la razón está clara: yo no hubiera dado la vida por ninguna de ellas. La muerte, ofrecida para salvar a otra persona, significa salvarse uno mismo. Y yo no olvidaba que lo que pasa entre dos que se quieren, jamás, jamás pasará.

Como si estuviera vestido de fuego, aquel trece de junio. Así debía de ser el infierno. Un fuego eterno, la duración desaparecida, todo fulgurando de instante en coma. El círculo serpentino, el uróboro, yo el asfixiante uróboro, maldito día trece, ahora lo comprendía, ¿estaba respirando aún?, el fuego, grotescos púrpuras y amarillos en forma de ojeras póstumas, élitros de incendio, fuentes de fiebre y un grande y alto reloj presidiendo en la plaza, latiendo como una quemadura, no poder más, sentirse uno morir con los canales del cerebro estallando de sol.

Y de pronto una brisa fresca, la fresca caricia de una mirada que me envolvió en nocturnas sombras blancas. Y se llamaba Nieves.

CARTA A JUAN RAMÓN JIMÉNEZ

(Desde  el  presente)

Querido y admirado maestro:

El otro día, mientras yo hablaba a los estudiantes sobre la poesía de usted en mi universidad georgiana, me preguntaron si le había conocido en persona. Respondí que sí. Fue exactamente el seis de junio de mil novecientos cincuenta y ocho. Yo era un novicio de la literatura y usted era, bueno, era un ángel, un monstruo, demasiado lo sabe, una bocanada permanante de gracia para aquel joven escritor que se aproximó a usted y que balbuceó algunas palabras emocionadas.

Le dije a usted mi nombre y cuánto le admiraba. Le dije, rodeados de mucha gente, que usted era el escritor más importante de España en nuestro siglo y que debía regresar a España a imponer orden. Nuestra literatura –le comenté a usted- había descendido a extremos imposibles. El Premio Nóbel que le concedieron a usted en mil novecientos cincuenta y seis sólo había servido para que el Régimen y el gallinero cultural presumieran con él ¡y cómo presumieron! Después ha ocurrido lo mismo, admirado Juan Ramón, con los otros Nóbel, Vicente Aleixandre y Camilo José Cela, qué carnaval montado a su costa. En fin, los países que más pregonan a sus Nóbel son los que menos reciben el Premio. No es justo.

Le dije a usted que estaba de moda atacarle, porque su obra no se ajustaba a la horma alpargatera que suponía el realismo social y político de la literatura de entonces, y que con su muerte la cosa iba a ponerse peor. Mucho peor. Se le negaría hasta la inclusión en las antologías.

Algunos andaluces luchábamos por usted. Los insultos, con el tiempo, se irían acumulando, y así el vasco Gabriel Celaya escribió que usted era el “padre putativo del lirismo” y que se miraba “el ombligo entre suspiros”; lo llamó además “el gran masturbador”. Le echó en cara no haber tenido hijos. Como si nosotros, los jóvenes poetas andaluces, no fuéramos sus hijos.

¿No había llamado a los andaluces otro vasco, Miguel de Unamuno, “degenerados, con pasiones de invertidos sifilíticos y de eunucos masturbadores?” Más recientemente, Jaime Gil de Biedma afirmó que usted era un “mezquino y malicioso señorito de casino de pueblo de Huelva”. También Gil de Biedma se metió conmigo. Qué honor.

Y llegó el centenario del nacimiento de usted, en mil novecientos ochenta y uno. Nuestra patria es profundamente diacrónica y funeral, aprovecha los aniversarios para lucimiento de buitres y promoción de lo vermiforme; el despliegue desde entonces no ha cesado. Antes lo despreciaban, ahora nos dejan sin usted a los andaluces. Los hispanistas recortan pedazos de su sombra noble y los críticos desbarran porque ignoran que a usted hay que entenderlo a través de un modo de ser y ver andaluz, y qué gran andaluz era usted, andaluz en el cariño del detalle, el aliento de lo espontáneo y la intransigencia de la belleza.

Por favor, maestro. Venga a poner, a imponer orden de una vez; los muertos pueden mucho, y más un muerto como usted. Acabe con el carácter incestuoso de tantos sargentos intelectuales. Con la publicación de poemas que suenan a lata y son una lata. Con los novelistas que chupan de lo que Freud o Derrida explicaron sobre la vida, en lugar de chupar ellos directamente de la vida. Acabe con los autores teatrales que no exceden sus trucos de oficio.Usted tenía fama de no morderse la lengua. ¡Cómo le añoramos, qué falta nos hace para acabar con la fascinación que ejerce la impotencia en el público!

Aquel día de primavera de mil novecientos cincuenta y ocho, yo le dije lo mismo que le digo hoy: venga a desinfectar el prostíbulo, lo esperamos, no todos comercian con la falsedad. Pero usted, maestro, no me contestó. Recuerdo como en sueños a otras personas que estaban conmigo: el profesor López Estrada, Joaquín Romero Murube, Enrique Sánchez Pedrote, Manuel García Viñó, Aquilino Duque.

No, usted, maestro, no me contestó. No podía. Estaba muerto aquel día del Corpus de mil novecientos cincuenta y ocho, expuesto en su ataúd, allí en la iglesia sevillana de la Anunciación, muy cerca de los restos de Bécquer, en etapa improvisada camino del cementerio de Moguer. El gobierno había esparcido la consigna de que no se hablara mucho de usted, pero no sirvió. Usted estaba muerto y expuesto a un público repentino y popular, nada literario, miles y miles de personas que se iban transmitiendo la noticia de su llegada y que contemplaban su cuerpo maravillosamente embalsamado, su cara ruborosa. Usted volvía de Puerto Rico a Andalucía, y yo creí que me escuchaba. Todavía lo sigo creyendo.

LOS AMIGOS

Amigos de mi infancia, mi adolescencia y mi juventud: ¿en dónde estáis? Muchos han muerto y muchos simplemente han desaparecido de mi horizonte; como si hubieran muerto. A algunos los veo por casualidad en la calle. Me son extraños. Rehuyen el saludo o me saludan embarazosos y rápidos. Amigos con los que pasé tantas horas de charla, de ilusión –de vida- y con los que hoy no hablo más de un minuto sin tener la sensación de que no hay referencias comunes entre nosotros, quiero decir, referencias actuales, las que nutren vigorosamente una amistad.

Algunos de estos amigos parecen mucho más viejos que yo. ¡Cuántos calvos, regordetes, bajitos, con aspecto de funcionarios conformes! Sus esposan llegan a devaluarse en regordetas y bajas también.

¡Auxilio, auxilio! ¿De qué hablar cuando me los encuentro? ¿De fútbol? ¿De toros?

¿De las elecciones próximas? ¿De lo bien o mal que han dejado no sé qué barrios de Sevilla? ¿De los obituarios? Ellos están bastante enterados de lo que sucede en los Estados Unidos, pero eso no me une más a ellos; cualquiera está enterado.

En los ojos de algunos observo un brillo de envidia. ¿Envidia de qué? ¿De que vivo en los Estados Unidos y posiblemente he ganado más que ellos? Yo renuncié a mi patria y a mi idioma. Voy por las calles americanas siempre rodeado de una circunferencia dura de palabras que no son las mías.

Cuando he hablado públicamente en Sevilla, esos amigos no estaban en la sala.

Probablemente pensarán que lo que hago es una tontería, aunque la publicidad aparejada les amargue el día. No los echo de menos.

Con algunos de aquellos amigos jugaba de niño yo a ver quién alzaba más el arco líquido al orinar. No recuerdo quién ganaba. Lo que recuerdo es que a mí me gustaba orinar contra el sol con los ojos cerrados. Mucho después leería en Hesiodo que no se debe orinar contra el sol porque los dioses se enfadan. Y comprendí por qué vosotros nunca orinasteis contra el sol, amigos ya fósiles, amigos convertidos en beatones rechonchos de alma llena de la caspa que proporciona la falta de pensamiento.