Años 40 (Selección)

AQUELLA  SEVILLA

Para ir al colegio de Villasís, como dije antes, tenía que ir por la calle Cuna y todavía, a estas alturas de mi vida, no he podido despegarme la antipatía que le tomé a la calle, a cuyo cabo me esperaba como una degollación el colegio. Cuando pasaba por la ferretería “La Llave”, con su enorme llave colgante como anuncio, pedía que se me cayera encima. Terminando la calle Cuna estaba el palacio de la condesa  de Lebrija, siempre cerrado, feo, antipático, estableciendo distancias entre el peatón y los tesoros de Itálica que guardaba dentro.

Ay, calles y plazas de Sevilla que han acompañado mi infancia, mi adolescencia y mi juventud con su personalísima madeja de cariño: Rojas Marcos, San Isidoro, Francos, Pajaritos, Alfalfa, San Nicolás, Cabeza del Rey Don Pedro, Córdoba, El Salvador, Gallegos (aunque Sagasta), Campana, Tetuán, San Francisco (aunque Falange), Hernando Colón, Argote de Molina, Magdalena, Puente y Pellón, Encarnación, Mármoles, Vida, Callejón del Agua, Santa Cruz, Rioja, Pimienta, Siete Revueltas, Alcaicería, Abades, Puerta de la Carne, Pan… Llegué a tomarle antipatía al bello Parque de María Luisa y a las Plazas de España y América, por ser sitios de paseo dominguero. La gran distracción en la España de inmediata posguerra era para un niño o un adolescente ir a pasear por el Parque lleno de chachas y soldados. Me negaba a atravesar la Glorieta de Bécquer, donde la estatua del poeta, apenada, me inspiraba desconfianza; nunca me agradó el pastel escultórico de Collaut Valera. Bécquer, con cara de urgente aprensión, como si le hubiese sorprendido un aguacero y no tuviera sitio donde refugiarse.

En la Plaza de América frecuentaba yo lo que hoy es el Museo de Artes y Costumbres Populares, en el que la estatua de una mujer desnuda me hizo creer durante años que su pubis de mármol era el prototipo de los pubis femeninos, sin vello, como los de las niñas. Los griegos no le ponían vello a sus Afroditas desnudas –sí a los dioses-, sencillamente porque las mujeres griegas se depilaban sus partes.

Sevilla de las sequías, las restricciones eléctricas, los pocos automóviles, el racionamiento y el estraperlo. De nombres de Caídos “muertos gloriosamente por Dios y por España”, de analfabetos -¡un tercio de la población!-, de más de cien iglesias, de trescientos sacerdotes y mil quinientas religiosas. Sevilla de putas baratas, de cines de verano, de inundaciones del Guadalquivir… y de visitas del general Franco: en mil novecientos cuarenta y reciente el fin de la guerra, fue a Sevilla para Semana Santa. A mostrarse: pues el protagonista era él, no Cristo ni la Virgen. Mis padres y mis hermanos veíamos pasar las cofradías cada año por la calle Sierpes desde un comercio llamado La Numancia, y recuerdo al general Franco, a pie, tras el Cristo muerto, en la procesión del Santo Entierro, y recuerdo los aplausos y los gritos. Lo de ir a pie no creo que lo repitiera después mucho. En mil novecientos cuarenta y dos fue a Sevilla para entrevistarse con Oliveira Salazar. Al año siguiente, a la Feria. Las visitas no escasearían más tarde. Residía siempre en el Alcázar, para eso era como un rey. No, más.

Me contaba el poeta Joaquín Romero Murube, alcaide del Alcázar, que en la primera visita de Franco le enseñó despacio todo el Alcázar y que Franco no decía nada. Romero Murube estaba desesperado, acompañaba a un autómata. Al terminar el recorrido, el general miró fijamente a Romero Murube y le preguntó:

-Dígame, ¿cuántas ventanas tiene el Alcázar?

El otro se quedó de una pieza. Le contestó con una cifra que creía aproximada. Franco puso mala cara.

-Cuando yo dirigía la Academia Militar de Zaragoza, sabía el número exacto de sus ventanas.

Y me decía Romero Murube:

-De modo que, mientras que yo lo llevaba por los salones, patios y jardines del Alcázar y le informaba al detalle de su arquitectura y de su historia, el general sólo se fijaba en las ventanas, ¡y así nos gobierna, como si fuéramos ventanas!

Romero Murube también me refirió cómo en una de las visitas escuchó desde sus habitaciones al general dar voces quejándose de su yerno, el marqués de Villaverde, gritando que con quién había casado a su hija. El yerno había llamado telefónicamente a alguna hembra en París desde el mismísimo Alcázar.

Aquella Sevilla era la del cardenal Segura, que impidió que pintaran la efigie de José Antonio Primo de Rivera en la catedral bajo pena de excomunión. Por esa época empezarían los pregones de Semana Santa, me parece que con uno de José María Pemán, pregones que más tarde degeneraron en sentimentalismo y cromo.

En aquella Sevilla, el niño, el casi adolescente Manuel Mantero no pasó demasiados apuros, sus padres pudieron evitarle la amargura económica que a innumerables cuerpos y almas manchó para siempre. Mi contaminación venía de otro lado, de una cárcel llamada colegio y de un sentimiento de extrañeza y rabia al ver tantos mendigos, tantos mendaces, tantos mentirosos, y asistir a tantas misas, tantas misas, tantas misas.

EL  FRÍO  DE  SEVILLA

Lo he escuchado muchas veces: hace frío en Sevilla. Frío malo de invierno, frío húmedo, que le pega al cuerpo de las personas una invisible y antipática túnica.

Pero yo no he tenido nunca frío en Sevilla. Hablan de las casas grandes, antiguas, sin calefacción, sólo con las clásicas “copas” a las que se echaba alhucema; yo recuerdo nostálgico el olor a cariño de la alhucema.

Nunca usé abrigo en Sevilla. Sí, gabardina. Porque en Sevilla llueve mucho; a veces se mete el tiempo en agua durante días y días. No conozco ciudad donde más prosperen los charcos que en Sevilla, debido al defectuoso pavimento. Para mí que el municipio no quiere romper con la venerable tradición de sus autónomos charcos inmortales.

De acuerdo, Sevilla es húmeda. Exceptuando Madrid, siempre he vivido en sitios húmedos: Sevilla, Míchigan, Georgia. Mi artritis tiene su porqué. ¿Frío?, el de Míchigan, tierra rodeada por los Grandes Lagos, cerquísima de Canadá. He aguantado cuatro años en Míchigan, y cuarenta o cincuenta grados bajo cero no son ninguna tontería. En octubre empezaba la nieve, duraba hasta abril o mayo, y qué hermosa la nieve los tres primeros días, y ninguno más. El hielo. Los resbalones. No poder quitarse uno los guantes so pena de perder la mano congelada. La cabeza defendida como la de un turco, botas especiales para el hielo, abrigo inmenso, bufanda más grande que los cojones del caballo del Cid. Dolía la respiración.

Hablar era dibujar palabras en el vaho. Una vez salí de casa recién peinado y sentí un gañafón en la cabeza. El pelo se había helado. Otra vez hice una película en el jardín nevado de mi casa para mostrar un fiable testimonio de la temperatura, no quiero bromas con las exageraciones de los andaluces; los gemelos, Vicente y Francisco Manuel, sostenían el cartel con la información, cincuenta y cinco grados bajo cero. De pronto, el tomavistas emitió algo semejante a un suspiro, no, un estertor, y se detuvo. La máquina no podía seguir adelante. Cuando vuelvo a ver la película, la breve película de aquel día, me siento un pedazo de hielo.

A eso le llamo yo frío.

¿Frío en Sevilla? Dicen que los sevillanos somos los más exagerados entre los andaluces y, sin embargo, lo del frío en Sevilla no lo dicen los sevillanos, sino los forasteros. Creo que piensan a Sevilla como dichosamente recreada  en su cálido clima perenne; la Sevilla de exportación tiene el deber de dar calor todo el año. Y Sevilla no dará en invierno el calor de su verano, pero da flores, yo siempre he visto flores en invierno, no lo he soñado. Aquí en el despacho de mi casa georgiana, junto a una calavera Dios sabe de quién, hay depositadas flores de muchas partes. Entre ellas, jazmines del Parque de María Luisa cogidos en diciembre.

LA  MUERTE

El treinta de octubre de mil novecientos cuarenta y cinco me llamó el director del colegio, Don Claudio Sánchez (así se les decía, con el “Don” al estilo italiano de Don Bosco), y me dio la noticia de que mi hermana María Pepa había muerto. Dos días antes, para ser exactos; aunque eso lo supe después, y por mucho tiempo le otorgué a mi hermana dos días más de viva. Yo tenía quince años y mi hermana veinte.

Lloraba yo sin parar. En el comedor, los compañeros me miraban apenados. El mismo día veintiocho había soñado con que me encontraba junto a la cama de mi hermana moribunda y que ella me encargaba que nunca hiciera sufrir a mis padres.

Mis padres nunca pudieron recuperarse del hachazo. Acudieron a Dios. Yo, no. Tras la muerte de mi hermana pasé mucho tiempo (¿dos, tres años?) con rencor de Dios. No encontré mucha ayuda en el colegio, como tampoco la encontrara antes entre los jesuitas. Me hablaban de Dios y querían que yo hablara de Dios. ¡Cuánto me hubiera gustado que me enseñaran a hablar “con” Dios y no “de” Dios!

Caí enfermo de los nervios, aunque disimulé y aguanté. Nadie lo supo. La muerte –tan cercana- me había mostrado el lado brutal de Dios. Dios, ese incesante, tenaz contemporáneo de todas las efímeras generaciones humanas. Empecé a pensar en mi propia muerte y me preguntaba: “Si yo me muriera ahora mismo, ¿qué ocurriría?” Me imaginaba a mis padres, su sorpresa ante la muerte de otro hijo, y lo que dirían mis hermanos, mis parientes, mis amigos. Me entretenía imaginando qué sería de mi cuerpo y a dónde iría mi alma, si yo tenía un alma. ¿Al paraíso, bello como un jardín florecido? ¿Al infierno, frío como la soledad? Los jesuitas y los salesianos me habían llenado el pensamiento de llamas eternas y unánimes alaridos. Yo sustituía el ruido por el silencio y el fuego por el hielo.

Rencor de Dios, ese Ser que no muere, que no se equivoca nunca. Cuando en la capilla del colegio nos sermoneaban a propósito del Juicio Final, yo deseaba ser el Juez, el juez de Dios, y que Dios pidiera perdón por haber creado el dolor, la injusticia, la muerte. Empecé a simpatizar con los dioses paganos, con la seductora luz retrospectiva de su presencia. En la Biblia se dice –me parece que por Moisés- que no se debe adorar a los astros, sino a lo invisible. Pero ¿cómo podía entender esto la gente normal?

Yo no quería nada con un Dios que hacía los hombres para deshacerlos. Me acordaba de un zapatero de Sanlúcar que, al llevarle yo un día unos zapatos míos, inservibles a poco de ser arreglados por él, me dijo: “Dile a tu madre que no es mi culpa; si Dios no creó nada eterno en el mundo, ¿se iban a salvar unos zapatos?”

Cuando en mil novecientos ochenta y uno enterramos a mi padre en el panteón familiar del cementerio de Sanlúcar, por falta de sitio se metió el ataúd en donde antes se metiera el de mi hermana. Un sepulturero me comentó que de mi hermana quedaban sólo algunos fragmentos de hueso, que él echó contra el fondo del nicho, …y un zapato. ¡Un zapato! No sabía que habían enterrado a mi hermana con zapatos. De modo que los zapatos duraban más que los seres humanos.

Me hablaban de Cristo, que murió en la cruz por todos nosotros. Pero a mí la muerte de Cristo no me consolaba de la de mi hermana. Además, mucho sermonear sobre el pecado original, pero ¿por qué muere un árbol? ¿En qué había pecado un árbol? Y más pensaba: ¿Es que acaso un árbol cree en Dios?

Antes, yo amaba a Dios aunque no lo entendía. Ahora seguía sin entenderle, y no lo amaba. Sus representantes en la tierra, los sacerdotes, llegaron a convertírseme en sombras insoportables. Por eso: porque eran sus representantes, sus “traductores” oficiales, y porque parecían verdugos.

Antes de la muerte de mi hermana, en cada instante de la vida estaba la vida entera. Después, nunca he dejado de sentir la mutilación.

CENTENARIOS

España es un país funeral. ¡Cómo le gusta celebrar los centenarios, los cincuentenarios, los decenarios! Se vive de glorias pasadas. En el año cuarenta y ocho se celebraron en Sevilla dos centenarios: uno, el de mil ochocientos cuarenta y ocho, cuando se creó la Feria de Sevilla, aunque en realidad fuese en mil ochocientos cuarenta y siete. Otro, el de la conquista tan poco cristiana de Sevilla por San Fernando (mil doscientos cuarenta y ocho).

Pusieron una miniferia junto al Guadalquivir: casetas, vino, baile de sevillanas. Lo único que faltó fue la presencia de los caballos. En relación con la conmemoración bélica sanfernandina hubo un solemne acto, la inauguración del monumento al Sagrado Corazón de Jesús en San Juan de Aznalfarache; asistió otro conquistador, Franco.

A mí, la impresión mayor que me ha quedado de las dos celebraciones ha sido una fotografía de mujer. Fue en una caseta, estábamos ya calientes por el vino, cuando alguien se sacó del bolsillo una foto, la foto de Rita Hayworth. Desnuda.

Normalmente, las mujeres desnudas no parecen tener cara. ¿Cuántos se fijan en la cara de una mujer desnuda en la playa? Más de una vez he pensado que la belleza, la desnudez del universo –nuestro encanto imediato- nos impide mirar la cara de Dios.

Pero el cuerpo desnudo de Rita Hayworth me hacía mirar a mí, también, su cara. Quizá porque su cara era todo el cuerpo desnudo. Sus ojos me contemplaban con una penetración insoportable, quise que me regalaran la fotografía y se rieron. Más adelante, comprendería que las diosas dominan así, con los ojos primero que con el cuerpo.

SERVICIO  MILITAR

En Cádiz, en el verano de mil novecientos ochenta y nueve, vi un letrero pintado en la cal de una tapia, que decía:

El servicio, ni civil ni militar.

El servicio, pa mear.

Yo, con diecisiete años de edad, sospecho que no hubiera podido escribir versos tan buenos, aunque sí más estéticos. Lo que yo tenía muy claro a mis diecisiete años es que no quería hacer el servicio militar.

Mi padre era Jefe de Meteorología de la Región Aérea del Estrecho, Y a mi padre le daba asco el  que, tras la guerra, hubieran militarizado la Meteorología. Mi padre fue teniente coronel, lo máximo que se le permitía a los civiles convertidos  a la fuerza en militares. Situación rarísima esa división civil/militar de identificación equívoca, como centauros o sirenas del Régimen. Yo no recuerdo a mi padre vestido de militar.

Se podía hacer el servicio militar en Meteorología como voluntario, a los diecisiete años. De la instrucción no se libraba nadie, ni de jurar la bandera. Mis hermanos Antonio y José María pasaron por ello y después cumplieron la duración del servicio como informadores de Meteorología.

Yo me negué a vestirme de soldado. Me negué a coger un fusil. Me negué a jurar bandera. Mi padre estaba desesperado. Mi odio a la guerra, a vivir –como los militares- con el pensamiento en la posible guerra, era tan definitivo, que mi padre no tuvo más remedio que ceder.

Los animales no se declaran la guerra unos a otros. ¿La guerra, herencia del pecado original, esa fábula inventada para hacernos a todos responsables de una condición destructora? La guerra siempre lo es por motivos económicos, aunque no lo parezca, incluso las guerras religiosas, pero a la gente se la engaña imaginando cruzadas. Los que siempre triunfan en las guerras son los que, al terminar, se lucran económicamente. En nuestro continente no se conocía la guerra cuando lo invadieron los indoeuropeos del sur de Rusia. La conquista estaba terminada ya sobre el año tres mil antes de Cristo. Las apacibles diosas del matriarcado fueron sustituidas por los iracundos dioses del patriarcado, y la roja violencia ocupó el sitio sonriente de la paz. Desde entonces, las mujeres han padecido esclavitud física y mental.

No me vestí de soldado. No hice la instrucción. No juré bandera. En los papeles se documenta que sí, que llevé a cabo todo ello. Se me dio la cartilla militar. El siete de febrero de mil novecientos cuarenta y ocho fue la fecha de la entrega. Mi especialidad, informador de Meteorología. Debía realizar observaciones en la garita meteorológica de la azotea de la universidad, y las realicé. Para mí era un placer subir por la escalera de caracol hasta la azotea enteramente mía; no se permitía subir a los demás. Desde la antigua Casa de la Compañía de Jesús yo dominaba gran parte de Sevilla, y podía ver la elevación, al oeste, de mi querido Aljarafe.

Pasé oficialmente a situación de reserva el uno de septiembre de mil novecientos cincuenta.

Si hubiera estallado otra guerra, yo no habría acudido a matar gente o a que me mataran defendiendo los intereses de tantos cobardes sin rostro. Me hubiese ido a otro país, o sencillamente hubiera dicho que no. En aquella España, decir que no ¿qué diccionario del Régimen lo admitía?

No.

LA  UNIVERSIDAD

Falté a bastantes clases. Después del encierro del colegio, la universidad fue para mí un sitio donde ir de vez en cuando. El patio central era hermoso, amplio. Cerca, a la izquierda, un patio pequeño, casi siempre desierto; Luis Cernuda ha escrito sobre él en Ocnos. La universidad ocupaba el viejo palacio de los jesuitas, en el que vivió un tiempo Juan de Arguijo cuando lo perseguía la justicia por sus deudas. Arguijo tenía su palacio enfrente. La Casa Profesa se la quitaron a los jesuitas en el siglo dieciocho, bajo el reinado de Carlos III.

La calle de la universidad, Laraña, no quedaba lejos de la mía, Rojas Marcos. Yo estudiaba Derecho, pero me iba muchas veces a la Facultad de Letras, a su biblioteca. Allí tenía yo dos grandes alicientes: las muchachas y los filósofos.

Filosofía y Letras era una carrera para mujeres, como la de Farmacia. Estudiarla parecía cosa de mariquitas. Yo pasaba horas y horas en la biblioteca de la Facultad, rodeado de palpitante juventud femenina, como en un harén. Leí y anoté a los presocráticos, a Platón, Aristóteles, San Anselmo, Santo Tomás, Scoto, Spinoza, Descartes, Hume, Berkeley, Kant, Hegel, Fichte, Brentano, Heidegger. Por gusto, intuyendo que debía leer a los otros para llegar a poseer un concepto mío personal sobre la vida, la muerte y  Dios.

Yo equivoqué mi carrera. Con diecisiete años ¿quién sabe nítidamente lo que quiere? Mi padre me recomendó que estudiara Derecho, ya que esta carrera contaba –me dijo- con muchas “salidas”. O sea, con muchas “entradas” económicas. Lo mismo me daba, con tal de no perderme en la selva sin alma de los números.

Por desgracia, estudiar en la universidad significó para mí lo que en el colegio: memoria, memoria. Artículos y más artículos de códigos y más códigos. Los catedráticos eran, por lo general, absolutos dueños, tiranos. Se iba a la universidad como a una necesidad, como a orinar o defecar. Nada unía cordialmente –salvo contadísimas excepciones- a profesores y estudiantes, faltaba una ilusión compartida, esa ilusión que yo vería con el tiempo en las universidades norteamericanas.

RELIGIOSÍSIMA  SEVILLA

En mil novecientos cuarenta y nueve el cardenal Segura bendijo el nuevo templo de la Macarena. El padrino fue Queipo de Llano, quien hoy está allí enterrado.

Se celebraban en Sevilla Misiones constantes. Las “niñas bien” no daban bailes en sus casas porque el cardenal Segura los había condenado. La persecución contra los protestantes llegó a niveles criminales; hasta quemaron  muebles de sus iglesias.

No se podía bailar con las niñas bien, no querían, pero con las otras se bailaba en La Terraza, en el Casino de la Exposición, en Citroen, y en los patios de vecinos durante la época de las Cruces de Mayo. Muchachas populares, que “conocían” al señorito a la legua, que se apiadaban muchas veces del señorito. El Corral del Conde, en la calle Santiago, era uno de los sitios preferidos. Había que tener cuidado con los novios de las niñas, capaces de dar la cuchillada.

Me ocurrió una tarde algo muy triste. Mientras yo bailaba, no sé quién me dejó caer sobre el pantalón un líquido que olía a gaseosa. Una chavala se ofreció a lavarme la mancha, lo cual hizo pacientemente y sonrientemente. Yo estaba deslumbrado. ¡Qué conquista! Tendría ella unos dieciocho o veinte años, de cutis aceitunado, pelo largo negrísimo y un clavel incendiándolo. Los pechos como soliviantados, las caderas apretadas. Una estampa. Al terminar me dijo: “No te creas más de la cuenta, es que yo te lo manché”.

¿Por qué no me dejó soñar aquella niña? ¿Por qué destruyó súbitamente una ilusión que a nadie le hacía daño? Le contesté que me lo había figurado. Mis palabras sonaban indiferentes, mientras yo sentía frío, mucho frío doloroso por dentro.

Otra vez saqué a bailar a una moza que lucía una pata de palo. Guapísima, y nadie quería bailar con ella. Tendría la pierna de palo, pero lo demás no era de palo. Y bailaba bastante mejor que yo.

¡Qué calor en aquellos bailes, cuánta gente! Uno deseaba beberse hasta la sed de su pareja.

Me hicieron de los Luises, una congregación de los jesuitas. Me dijeron que debería ir a la capilla de la calle Trajano a oir misa cada domingo. No fui. Iba, sin embargo, a jugar al pimpón.

La calle Trajano es la misma de la iglesia donde hice la Primera Comunión. Queda muy cerca de la Alameda de Hércules, lugar en el que el río Guadalquivir descargaba con más insistencia sus inundaciones. Otra riada  allí había, permanente, la de las putas. La antigua mancebía del Arenal reaparecía bajo las columnas de Julio César y Hércules.

Los viernes se llegaban las putas a la no lejana plaza de San Lorenzo, para rezarle al Cristo del Gran Poder. Le pedían salud y clientes. Muchas (se decía) tenían fotografías del Cristo en su dormitorio.