Años 30 (Selección)

CALLE   ESTRELLA

Según dice el Certificado de Inscripción de Nacimiento, nací en Sevilla el veintinueve de julio de mil novecientos treinta, a las tres y treinta, en la calle de Estrella número cinco. Así, calle “de” Estrella. La gente no coincide en lo de calle Tal, calle de Tal o calle de la Tal.

Recuerdo que en Cuenca, en mil novecientos ochenta y seis, dije mis versos en un acto donde Ángel Crespo y Eugénio de Andrade también leyeron los suyos, y al aludir a Cernuda señalé que había vivido en la calle Aire, no calle del Aire. En Sevilla nadie la conoce por el “de”. En acto posterior, Pablo García Baena se refirió a Luis Cernuda como viviendo en la calle “del” Aire, y lo dijo con cierto énfasis. Vaya.

Por cierto, la calle de Cernuda y la mía están muy cercanas, casi tocando el barrio de Santa Cruz, en la parte más elevada de Sevilla y la más antigua. Entre nuestras dos calles se encuentra la llamada Mármoles, por unas columnas despojadas de su siesta subterránea y que pertenecían al templo de Hércules. Yo nací, pues, encima de la mismísima iglesia de Hércules.

Los nombres que me pusieron, de acuerdo con el mismo documento, son: Manuel, Alfonso y Guillermo.

Cincuenta y un años después, en mil novecientos ochenta y uno, mi padre moría en Sevilla exactamente a la misma hora de mi nacimiento. A la misma hora, y en otro veintinueve de julio.

EL  COLEGIO

Estaba en la calle Pajaritos y por eso todo el mundo le decía el Colegio de Pajaritos. Tan cerca de casa, que voy y vuelvo solo, orgulloso de que me dejen ser un adulto. (En ese colegio estaba también, diez años mayor que yo, Rafael Montesinos).

Un día, al salir, cuatro o cinco hombres muy grandes nos gritan ante la puerta del colegio:

-¡Niños, decir “Viva la República”!

Llevan una bandera grana, amarilla y morada, y beben de una botella.

Yo tengo sed y avanzo, le tiro del pantalón a uno de ellos.

-¡Hola, señorito! ¡Mirar, este señorito se ha enfadado con nosotros!

-Yo no estoy enfadado.

-¿No? Entonces ¿qué quieres?

-Quiero beber de esa botella.

-¡Ja, ja, ja! ¡El señorito quiere vino! ¿No te lo dan los jesuitas, el vino de la misa?

-Tengo sed. ¿Puedo beber?

-Primero, di muy alto “Viva la República”.

-¿Viva la qué?

-¡La República!

-¡Viva la República!

-¡Olé los señoritos republicanos! ¡Una mierda para los jesuitas!

No me dan de beber y empiezo a llorar.

-¡Quiero beber! ¡Tengo sed! ¡Viva la República!

Se ríen mucho.

-¿Cómo te llamas?

-Manolo, pero dame de beber.

-¡Olé! ¡Manolo, como Azaña!

MI  ABUELO  DE  SANLÚCAR LA MAYOR

El padre de mi madre se llamaba Antonio. Antonia se llamaba su mujer. Antonio, mi abuelo paterno. Menos mal que mi abuela paterna era Purificación, toda una purificación de tanto Antonio. Salvo San Francisco de Asís, ningún santo le gana en popularidad a San Antonio de Padua,  San Antonio el Portugués,  no había nacido en Padua.

Fue mi abuelo alcalde del pueblo, y más de una vez. Cuando surgían  problemas, lo requerían y no se sabía negar. Entonces, estos cargos no eran como ahora, costaban mucho dinero y mucho tiempo.

Mi abuelo había estudiado abogado en Sevilla. Conservo algunos papeles de sus estudios. Tuvo que pagar por el título de Bachiller cincuenta pesetas en metálico, un sello de póliza de quince pesetas y además cinco por gastos de expedición. Total, setenta pesetas, que no estaba mal para la época. Empezó la carrera de Derecho en mil ochocientos ochenta y dos.

Ejerció de abogado sin cobrarle a nadie. Ni falta que le hacía el dinero, pero la generosidad era tan evidente como mal agradecida. Tenía bastantes fincas, sobre todo olivares, que solía pasear a caballo. Me llevaba en algunas ocasiones, y yo, en la silla de montar, gozaba con el ritmo del caballo y la conversación de mi abuelo (¿qué me diría?), hasta llegar a casa medio dormido.

Cuando nos juntábamos en la casa de Sanlúcar los nietos, veinte nada menos, solía enseñarnos a los más espabilados ilustraciones de libros lujosos. Su biblioteca era grande, no tan escogida, pues no sabía decir que no a los vendedores.

Sus simpatías iban hacia los liberales, y el partido le propuso meterse en  política en Sevilla y Madrid. Fue amigo de Rodríguez de la Borbolla. Pero nunca quiso dejar el pueblo.

Como diversión, sacaba una faja negra muy larga, regalo de Rafael el Gallo, y nos la ponía en la cintura, vueltas y vueltas, entre el jolgorio infantil.

Devoraba los libros. Creo que de él he sacado ese ansia de lector infatigable, que puede estarse horas y horas hasta el amanecer sobre un libro. Se sentaba en el sillón del despacho abierto al patio en verano, al calor de la chimenea en invierno, en otro mundo y en este mundo tan amado, tan concreto de vida tranquila y natural.

¿Por qué, entonces, si yo lo amaba, la barrabasada de aquel día de verano? Yo contemplaba el patio desde el balcón  que coronaba la puerta de cristales del despacho,  mi cabeza entre los hierros verdes, cuando vi salir a mi abuelo y detenerse a oler las flores del patio. Estaba atardeciendo. Hermoso patio, con su ciprés, su palmera enana, y los claveles, los jazmines, las rosas, las arreboleras, las yerbaluisas, y el busto de Cervantes presidiendo en su pedestal. La calva de mi abuelo brillaba esplendorosamente, perfecta, dolorosa de tan perfecta. Un hada depilatoria debió de haberle pronosticado en su nacimiento tanta suerte.

No pude soportarlo, saqué el pito y me oriné encima de la calva.

HABÍA UNA VENTANA DE COLORES

En el comedor de la casa de Sanlúcar había dos preciosas ventanas enrejadas que daban a un patinillo de parra y arriates llenos de flores, y había grabados antiguos franceses con escenas de caza de tigres, osos y leones. Uno de los grabados me causaba gran impresión: el enorme oso abrazaba pavorosamente al cazador desarmado, mientras otro cazador, con su escopeta partida en dos, intentaba atacar -para qué- al oso. Me acongojaba la escena. Los osos no me eran extraños, solían ir a Sanlúcar con los gitanos. Pero el oso del grabado se me representaba en su cabreo como el Demonio Supremo de todos los osos. Cuando muchos años después, en mil novecientos noventa y seis, me tropecé durante un paseo por los bosques georgianos con un gigantesco oso  negruzco, me acordé del grabado. Me tropecé literalmente con él, y me miraba sin moverse, muy quieto, hasta que reaccioné y empecé a correr.

En las paredes del comedor había también dos feroces moros montados a caballo, las espingardas en el alzado brazo. Sus relieves parecían salirse de los círculos de barro, congelados en el salto final de la amenaza.

Y había en el comedor una ventana de colores. Daba a  otro jardinillo que cerraba frontalmente el patio central de la casa. Cuando el sol se posaba en el gran óvalo donde los rombos rojos, verdes y blancos multiplicaban colores sobre la larga mesa del comedor, a mí me gustaba poner las manos en ella y verlas rojas, verdes, blancas. ¡Lo que yo hubiera pagado por llevarme los colores en mis manos! ¡Poder enseñar a mis amigos, los otros niños, mis manos de colores!

Después del desayuno, yo seguía en el comedor, solo, acogiendo los colores en las manos como si fueran desamparados pájaros exóticos, hasta que el sol dejaba la ventana y yo me devolvía a mis manos de siempre.

EL  AIRE

Los niños están más cerca de lo elemental, y por eso se fascinan con la tierra, con el agua, con el fuego, con el aire. Tumbarse sobre la  espalda en la tierra  o hacer figuras de barro, jugar con el agua del mar o dejarse empapar por la lluvia, contemplar los fuegos artificiales o encender triquitraques…, delicia absoluta, placer perdido cuando los años nos convierten en adultos sin remedio.

En mi casa de Sanlúcar, arriba, junto al “cuarto de los chismes” donde se amontonaban objetos imposibles del siglo dieciocho y el diecinueve, había una habitación con una ventana que daba al patio interior y desde la que se veía la palmera que plantara mi madre de chica, meciendo suavemente sus palmas. En esa habitación había armarios de doble cúpula con trajes y sombreros que nadie se ponía ya, revistas del siglo pasado y del nuestro, lavabos de porcelana y caoba herida, parasoles de seda con flecos caóticos, sillones de cuero triste, jarrones despintados, cómodas de serpentina, arcas, faroles, palmatorias, tapices, todo hacinado, y había un trapecio, un trapecio en el que yo me podía sentar y balancearme; en él se había sentado mi madre niña.

Creo que ningún éxtasis físico supera al de columpiarse, y el niño lo sabe bien. Asombro de ir de abajo a lo alto, de lo alto abajo, y sorber el aire, y parecer que uno va a salir disparado a lo inasible por efecto de la inercia, para volver a la ley de freno y de la nueva ebriedad que nos pone en contacto con algo sagrado, o casi sagrado, porque no pertenece ni a la tierra ni al cielo.¿Qué existía para mí, entonces, fuera de ese éxtasis de presente nunca efímero, de esa embriaguez aérea en la que no era posible la tristeza?

El aire. Delicia de tirar de la guita que controlaba el remotísimo pandero volando por sus giros. Pelota que pateábamos los niños en busca de lo superior más que en busca del gol. Caballitos del tíovivo con sus movimientos de ola besada por la brisa. Aviones de papel que nos mandábamos como blancas flechas urgentes. Pero nada como el columpio. Yo meciéndome solitario en el columpio de mi madre, con sus sogas que pendían del elevado techo y viendo el mundo -centrado por la palmera- con tal transparencia, que sentía la dicha como un aguijonazo de dolor.

EL  TIMBRE

¡Con qué ansia esperábamos la llegada de mi padre para almorzar! Mi padre solía tomarse unas copas con los amigos después de salir de su despacho, y nosotros nos agrupábamos impacientes tras la puerta del piso de la calle Rojas Marcos.

Los sonidos: uno largo, tres breves, acumulados.

¡Qué alborozo¡ Nos besaba a todos, preguntaba. Despacio, poco antes del almuerzo, se tomaba un vasito de aguardiente de su pueblo, Higuera de la Sierra: un Martes Santo con agua. En Higuera hacían otro anís excelente, La Serrana. Y el licor de moras era excepcional. Mi padre me concedía algunas gotas paradisíacas de su vasito.

Una de las cosas que recuerdo con más verdad es la mano de mi padre, la mano que yo siempre quería apresar, tenerla un rato como si fuera un trofeo. Cogido de ella, una noche de verano en el patio de Sanlúcar mi padre me fue nombrando estrellas y más estrellas, como si el universo existiera para nosotros dos y nadie más.

Un día, su mano no me fue tan grata. La única vez que me pegó mi padre. En mis notas con los jesuitas había dos ceros. No pudo contenerse y me dio una bofetada.

Su mano tampoco fue muy grata cierta tarde para un individuo que pasaba cerca de la Plaza de San Francisco, y cerca del coche de mi padre. El tal individuo nos miró con insolencia y le gritó a mi padre: “¡Me cago en tu madre!”

Mi padre no se alteró. Puso el coche junto a la acera, se bajó sin prisas y al otro, plantado en actitud de chulo, le dio tan gran bofetada que lo tiró al suelo. El fulano se quedó inmóvil, tumbado de espaldas, sin atreverse a decir nada, acobardado como un conejo. Yo estaba aterrado. Mi padre volvió al coche y seguimos. Ni lo comentó.

Yo no sabía entonces que en el alfabeto Morse los sonidos escogidos por mi padre para llamar, equivalían a la letra B: raya y tres puntos. ¿Caería en la cuenta de la coincidencia? La letra B. La letra inicial de “bueno”. Siempre recordaré a mi padre, esencialmente, como un hombre bueno.

MI  MADRE

Sabía pintar muy bien. En mis casas (la de Sevilla, la de Sanlúcar) había óleos y dibujos suyos. Un óleo en especial me llamaba la atención, el retrato de mi abuelo. Pintó a su padre con la mirada reconcentrada y el ceño fruncido que yo he heredado, como también he heredado su no mucho cuello. Si me hubieran decapitado por hereje, el verdugo habría tenido serias dificultades.

Sin ninguna grave enfermedad, mi madre no se crió saludable. Después de casarse, nunca cayó enferma. Parió nueve hijos.

Su fe en Dios era firme como una roca. Iba a misa con frecuencia, rezaba el rosario. Durante algún tiempo nos hizo a todos rezarlo diariamente en familia, pero el éxito no fue considerable. A mí nunca me gustó rezar en público, ni siquiera el público restringido de la familia, como no me gusta dormir en público, cantar en público, llorar en público, hacer el amor en público. Yo movía los labios sin decir palabra. Lo malo es que mis hermanos tampoco se entusiasmaban y aquello se estropeó sin remedio.

Mi madre no era demasiado expresiva, aunque nos quería de verdad. Si alguno caía enfermo, su preocupación llegaba a emocionar, su solicitud a cansar. Su sangre judía (inteligencia, sensibilidad, apasionamiento religioso) se manifestaba hermosamente en su carácter de centro familiar inamovible: con mi madre nos sentíamos seguros, a salvo del mundo, y ella nos envolvía en el oro sagrado de su cotidiano trabajo doméstico que parecía garantizado, sin una mala cara, sin quejarse, ella, niña rica de pueblo que había crecido frágil e ignorante de reales trabajos ni responsabilidades.

De pronto encontraba tiempo para tocar el piano: Chopin, Beethoven, Mozart. Dedos finos volando graciosamente por las teclas, mientras yo me sentaba en el sofá rococó grana y caoba, cerraba los ojos y me veía subiendo por una inmensa ola de armonía hasta… ¿hasta dónde?, subiendo siempre. Más tarde comprendería que yo estaba experimentando en mi alma de niño lo que muchos llaman “eternidad”.

Olas de armonía también, no metafóricas, las del mar que a mi madre tanto le gustaba. Durante aquellos años, poca gente iba a veranear a la playa. Al acercarnos a la costa -Rota, Matalascañas, Punta Umbría-, la brisa se cargaba de sal y mi madre se transfiguraba. No dejaba de sonreír, acuciaba a mi padre, “más rápido”, el Ford corría, entrábamos en otro mundo, el de la millonaria mirada marina que también expresaba musicalmente la eternidad.

PISAR  LA  UVA

La calle Bodega se llamaba así porque a ella daba la gran bodega de mi casa. Cuando venía la época de la vendimia, me parecía que la bodega, con postigos y ventanas abriéndose, pestañeaba graciosamente tras el sueño anual. Llegaban las carretas desde nuestras viñas y las descargaban en el lagar. A mí me dejaban pisar la uva, pisar, bailar, hilar vértigos sobre lo verdiamarillo, los mozos pisaban, las alpargatas quedaban inservibles, nos contorsionábamos felices como marionetas hasta no poder ya más. La bodega tenía una intacta y bella arcada árabe y numerosos bocoyes. Eran apreciadísimas nuestras soleras.

¡Y el arrope! No sé, yo gustaba sabores pre-eróticos en aquel entusiasmo de dulzura líquida.

Acabada la vendimia, la bodega volvía al silencio de sus naves, a la oscuridad de sus olorosos terciopelos secretos. A mí me conmovía entonces abrir la cancela desde el corral y adentrarme en una calma que me daba la sensación de lo fijado para siempre. De pronto volvía a la vida: un grito en la calle me llegaba como de muy lejos, banal, irresponsable, y yo hubiera abofeteado a quien gritaba.

Alguna vez pensé si la muerte no sería igual que ese éxtasis donde mi conciencia se perdía como en una vastedad submarina. Más adelante, leería que, durante las fiestas en honor de Dionisos (o Baco), acudían los espíritus de los muertos al olor del vino. Fiestas, pues, para los muertos. Yo era sólo un niño, pero comprendía ya el deseo de morir. Otro niño –un amigo mío del pueblo-, me había contado que él le pediría a los Reyes Magos nada más que un regalo: morir. Para ver a su madre.

Yo no iba a pedirle a los Reyes morir. Ya moría lo suficiente cada vez que entraba en la bodega, y estar allí como en el gran útero maternal, universal, del que nunca quería salir.